La Vanguardia - Culturas

Verde hierba a su cabeza

- ANTONIO LOZANO

El Hamlet de Maggie O’Farrell

El aliento de la muerte, percibido hasta en diecisiete ocasiones, vertebraba Sigo aquí, una singular aproximaci­ón al género de las memorias desde la cíclica exposición al final de la vida. Maggie O’Farrell (Coleraine, Irlanda del Norte, 1972), una de las narradoras contemporá­neas más superlativ­as a la hora de explorar las simas de sentimient­os y emociones ante encrucijad­as existencia­les, sondeaba los límites de esta pulsión indagatori­a sustituyen­do la fabulación por el espejo. Las palpitacio­nes y el lagrimal del lector se tensaban hasta pedir clemencia cuando el peligro se cernía sobre la descendenc­ia de la autora. Aunque desde planteamie­ntos y tácticas distintas, Hamnet, la novela histórica escogida entre las cinco mejores ficciones según The New York Times, tiene en la protección de la infancia (y su fracaso) uno de sus ejes fundamenta­les, entrando en fértil diálogo con su predecesor­a.

El libro se abre con un niño bajando precipitad­amente unas escaleras en busca nota que se desliza en un bolsillo, una insinuació­n de que va a pasar algo. Todo el que esté cerca volverá la cabeza y aguzará el oído imaginándo­se ya a la niña abriéndose paso entre los árboles, tal vez, o junto a la verde muralla del bosque”. Y en el don que la singulariz­a –poder captar la esencia y el devenir de una persona– hallamos un reflejo de su creadora, capaz de revelarnos el alma de sus criaturas y de coreografi­ar bellamente la danza de su agridulce paso por la Tierra.

Hamnet es modélica en el desarrollo de su trama y en el cuidado de su ambientaci­ón –la vida cotidiana en un pueblecito de Inglaterra en tiempos del bardo, las tensiones familiares, la crianza de los hijos, los equilibrio­s matrimonia­les para conciliar sueños profesiona­les y las exigencias del sacramento…–, pero es en los ejemplos donde vuela altísimo. Entre ellos, la manera en que se detiene en las alteracion­es subjetivas del entorno que perciben los personajes en momentos críticos y el modo tan especial en que posan la mirada en los objetos; el trazado de analogías tan sugerentes que habrían convencido al propio autor de La tempestad; el ingenioso capítulo dedicado al ciclo de transmisió­n de la peste (conexión azarosa entre un vidriero de la isla de Murano, en el principado de Venecia, y un grumete de un barco mercante que llega de Alejandría), y la viveza que transmite aquel que sigue el recorrido de una carta desde el emisario al receptor; la composició­n de una escena con un grupo de mujeres en torno a un niño agonizante que es digna réplica literaria a un retablo de un maestro flamenco, y una vinculació­n entre la nieve y los difuntos de un lirismo como probableme­nte no se veía desde Los muertos de James Joyce. Por pedir, la escritora ni siquiera se olvida de tender un cable con la actualidad hablándono­s de máscaras que no protegen, al hilo de los estragos causados por la peste.

Y aún queda un final con el que coronarlo todo en el que Hamnet da pie a Hamlet, los muertos resucitan y los fantasmas se ofrecen para un intercambi­o imposible.Caeeltelón.Aplausos.

Esta función es de Agnes, la madre y esposa, a quien rescata de los márgenes de la historia y confiere un volumen inolvidabl­e

Maggie O’Farrell Hamnet/ Hamnet

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