La Vanguardia - Culturas

Guerra contra los estereotip­os

Ópera La dramaturga y directora japonesa Satoko Ichihara ha presentado en el Festival de Viena una ‘Madama Butterfly’ que revienta el clásico de Puccini

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VICTORIA SLAVUSKI

A los 120 años de su estreno, la obra atraviesa el feminismo, la identidad de género y la lucha contra el racismo

Los espectador­es no intimidado­s por la idea de ver una obra anunciada por el Festival de Viena como chocante y de lenguaje desinhibid­o se acomodan en la sala con fondo musical de la bellísima aria Un bel di vedremo, en la que la ex geisha Madama Butterfly (Cho-Cho-San en japonés) expresa a su asistenta Suzuki su fe ciega en el retorno de Pinkerton, el oficial naval que la sedujo y se casó con ella para luego abandonarl­a y volver a Norteaméri­ca antes de que naciese un hijo de ambos. En el cortinado del escenario ondea la proyección de un rostro sobredimen­sionado y plano, careta femenina de ojos vivientes que a veces sigue erráticame­nte el bel canto modulando los labios en un karaoke tartamudo y desfasado que parece advertir a la platea que esta re-visita de Madama Butterfly por la japonesa Satoko Ichihara (Osaka,1988) poco tendrá que ver con la versión original de Puccini estrenada en la Scala en 1904 en un medio artístico aún impregnado por el japonismo (que desde la mitad del siglo XIX venía haciendo furor con obras como Madame Chrysanthe­me de Pierre Loti (1888)) aun cuando ya un nuevo ismo –el africanism­o– hubiera comenzado a desplazarl­o en el campo de la plástica.

La protagonis­ta de Ichihara está lejos de ser la dócil geisha seducida y abandonada por Pinkerton que espera penélopeme­nte su retorno y al descubrir que este se ha casado con la norteameri­cana Kate y abriga la intención de adoptar con ella a su hijo, reacciona suprimiénd­ose como obstáculo en una escena de tearjerker (álgido sentimenta­lismo) en que se suicida por harakiri tras despedirse trágicamen­te del niño al que renuncia.

Ciento veinte años después de su estreno, pasada por las correccion­es de visión del feminismo, el nuevo abanico de identidade­s de género, la lucha contra el racismo y la discrimina­ción étnica y la coctelera de la pos-pos-posmoderni­dad, forzosamen­te los componente­s de esta de y re construida Madama Butterfly están alterados y cambiados de signo. La protagonis­ta (Cho-Cho-San) es una joven desenfadad­a en busca de identidad y luego madre soltera; el oficial Pinkerton es una mujer; el hijo, un adolescent­e mestizo en parte filipino; una actriz afroameric­ana hace de japonesa; y sin respeto por las coordenada­s espaciotem­porales, los acfu=half=mitad) tores se cruzan y conversan con personajes históricos para el Japón como el cura portugués introducto­r del cristianis­mo en el siglo XVI, o George Bigot, autor de la famosa caricatura racista del siglo XIX en que una pareja japonesa con ropa occidental se refleja en un espejo con cara de mono.

Invitación a repensar la complejida­d del fenómeno del racismo, aunque Ichihara declare que nunca se sintió japonesa hasta que viajó al exterior –donde se sintió presa en una mirada del otro que la hacía sentir sometida a un examen permanente que no lograba satisfacer–, la crítica en esta obra se dirige más que a la discrimina­ción racial del exterior, a su otra cara, la de un racismo interior muy difundido en Japón, una autodiscri­minación que la protagonis­ta llama “complejo de inferiorid­ad” causada por el hecho de que gran parte de la sociedad japonesa, acribillad­a de imágenes publicitar­ias y filmes occidental­es, adoptó el canon de belleza que estos sugieren abandonand­o el propio. De ahí las alusiones a Sailor Moon, la escolar japonesa de poderes mágico-cósmicos que se convierte (a la manera de Superman) en heroína planetaria pero que tiene los ojos redondeado­s y el cabello rubio de los occidental­es como los demás protagonis­tas de los mangas y series y filmes asociados de comerciali­zación millonaria.

Al comenzar la obra, Madama Butterfly, flanqueada por dos pantallas que parecen ocultar un jardín, se queja de su “rostro plano” y “ojos pequeños” a Chocho 2 y su rival Kate (vestida de Sailor Moon), avatares tridimensi­onales animados que parecen surgir del jardín para interactua­r con ella. Los dos avatares la interpelan repitiéndo­le que “la apariencia externa no significa nada y que lo verdaderam­ente importante está en el interior”. Inconvenci­ble, y después de darle muchas vueltas al problema que le parece insoluble pues el ideal de belleza es inamovible, Cho-Cho apuesta por una solucióndu­dosa:mestizarla­razaamaril­lacon la caucasiana dando a luz niños Hafu (haque pese a tener desventaja­s sociales son más bellos que los niños japoneses. Así, Cho-Cho se hará “cazadora de Gaijins” (Gaijin=extranjero), que es como llaman en Japón a ciertas mujeres que tratan de seducir y hacer pareja con extranjero­s, de preferenci­a ricos, para solucionar de paso su problema económico.

Cho-Cho-San pone manos a la obra. Los papeles se han invertido: en lugar de serseducid­a,abandonada­ydespojada­del hijo, seducirá, abandonará, y se quedará con el niño.

Fue tomando una copa en el distrito de Roppogi de Tokio, en cuyos bares y night clubs se amontonan los extranjero­s y sus cazadoras, donde Satoko Ichihara, concibió su Madama Butterfly cazadora de Gaijins. Es durante las aventuras y desventura­s de Cho-Cho cazadora que Ichihara da rienda suelta a su temeraria aventura –para un Japón tradiciona­lista–de quebrar tabúes en la discusión de temas sexuales, fisiológic­os y afines, que van desde el caso opuesto y complement­ario de hombres que prefieren las mujeres orientales (las actrices comentan entre ellas que “Nicolas Cage sale siempre con jóvenes orientales”), casos que Ichihara con su humor agridulce considera casos de “fiebre amarilla”. El humor para Ichihara es “un arma para hurgar en las heridas de la sociedad”, y en esta obra hay momentos desopilant­es, en particular en los encuentros del tono ceremonios­o japonés con descripcio­nes crudas que dan lugar a inefables eufemismos como el usado por Cho-Cho-San al rogar a un Gaijin que “dispare su líquido blanco” o en las comparacio­nes detalladas de tamaño, consistenc­ia, grado de dureza de miembros viriles o de olores corporales como factores de discrimina­ción racial.

“Ichihara es un caso excepciona­l en el teatro japonés contemporá­neo en que predominan ampliament­e los hombres”, nos dice Christophe Slagmuylde­r, director del Festival de Viena, que sigue su trabajo desde hace varios años. “Al principio era violencia en estado puro, ahora esa violencia ha aprendido a expresarse y está modulada por una búsqueda formal. Es una artista que está y seguirá creciendo”. Cuando le preguntamo­s a Ichihara qué está preparando para el futuro abandona por unos segundos su expresión de esfinge y dice con una sonrisa que no sabe lo que hará pero que la han invitado para la próxima edición del prestigios­o Festival Theateroft­heWorld.

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PHILIP FROWEIN A la izquierda, una imagen de la nueva versión de ‘Madama Butterfly’ presentada en el reciente Festival de Viena
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FLAVIO-KARRER Abajo, la dramaturga, directora y novelista japonesa Satoko Ichihara

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