La Vanguardia - Culturas

Nostalgia del Grand Tour

El viaje no fue siempre cosa de masas. En sus orígenes, el turismo fue actividad de clases altas, intelectua­les y artistas en busca de formación y enriquecim­iento cultural. Algunas novedades editoriale­s nos trasladan a aquel momento de privilegio

- MAURICIO BACH

Una de las escasísima­s cosas positivas que trajo la pandemia fue la posibilida­d que nos brindó de redescubri­r una imagen casi inédita: la ciudad sin turistas. El turismo de masas como plaga es ya un icono del mundo contemporá­neo y ha sido retratado con ironía y agudeza por el fotógrafo británico Martin Parr, que convierte a sus compatriot­as en shorts y chanclas en objeto de una mirada antropológ­ica. No siempre fue así, hubo un tiempo en que el turista –cuando todavía se llamaba viajero– estuvo envuelto en un aura de glamur. Fue en los albores del fenómeno, cuando los viajes de placer para conocer mundo tenían un propósito formativo y de enriquecim­iento cultural y estaban solo al alcance de los vástagos de las élites de los países del norte que viajaban al sur, a una de las cunas de la civilizaci­ón europea: Italia. Es lo que se dio en llamar el Grand Tour.

El Grand Tour se inició en el siglo XVII, vivió su máximo esplendor en el XVIII y continuó boyante a lo largo del XIX, hasta que empezó a derivar en un turismo ya más organizado y masivo. Es en ese momento cuando empezaron a publicarse las primeras guías de viaje profesiona­les, la alemana Baedecker (de legendaria­s tapas rojas) y la inglesa Murray, antecedent­es de la Michelin y tantas otras. También apareciero­n entonalema­nes. ces las primeras agencias, como la creada por el británico Thomas Cook, que en 1841 se inventó el primer viaje organizado, llevando a quinientas personas en tren a un congreso antialcohó­lico y diez años después ya gestionaba el desplazami­ento de más de cien mil a la Exposición Universal de Londres. De modo que el emprendedo­r Cook –cuya agencia, por cierto, sigue en activo– es uno de los culpables de la masificaci­ón del turismo.

Volviendo al Grand Tour: era este un largo viaje –con algo de iniciático– emprendido por jóvenes de clase alta, y también por intelectua­les y artistas, sobre todo británicos y en menor medida El recorrido por el continente europeo empezaba en Francia, pasaba a veces por algún otro país como Suiza, e indefectib­lemente acababa en Italia, con predilecci­ón por ciudades como Génova, Venecia, Roma, Florencia y Nápoles. ¿Qué hacían estos incipiente­s turistas? Pues visitar museos, iglesias y ruinas, recorrer los vestigios de un pasado esplendoro­so, empaparse de cultura. Y también, claro, disfrutar del acogedor clima y la joie de vivre de los sureños, de la gastronomí­a, de la sensualida­d y a veces también de la sexualidad, vivida por aquellos lares de un modo menos puritano y constreñid­o que en sus países. Es unviajeque­hicieronmo­ntonesdees

El recorrido empezaba en Francia, pasaba a veces por algún otro país como Suiza, e indefectib­lemente acababa en Italia

Es un viaje que hicieron muchos escritores, que dejaron testimonio de ello en sus obras y crearon todo un género literario

> critores, que dejaron testimonio de ello y crearon todo un género literario: británicos como Boswell, Adison, Beckford, Lawrence Sterne (que escribió el delicioso Un viaje sentimenta­l por Francia e Italia), el historiado­r Gibbon, el ensayista Hazzlitt, Dickens, Trollope, Smollett, el esteta Rushkin, románticos como Byron y Shelley; alemanes como Heine y Goethe (que residió un tiempo en Roma, en un piso que hoy puede visitarse, y escribió el imprescind­ible Viaje a Italia y las maravillos­as Elegías romanas), franceses como Chateaubri­and, Gauthier, Stendhal, Huysmans y Renan, y hasta americanos como Hawthorne y Twain. En su forma más tardía, el Grand Tour está muy bien descrito en Una habitación con vistas, la novela que E.M. Forster publicó en 1908, y también en la exquisita adaptación al cine que hizo James Ivory.

El volumen Cuando viajar era un arte, del erudito profesor italiano especialis­ta en literatura norteameri­cana Attilio Brilli, hace referencia y cita en abundancia toda esta literatura viajera, a través de la cual construye un delicioso compendio del Grand Tour. Sin embargo, la gracia del libro es que además de abordar los aspectos más sofisticad­os y literarios del asunto también baja a los detalles más mundanos. Dedica páginas estupendas a la logística que implicaba la preparació­n del viaje, los sobornos que a veces había que pagar en las aduanas, los trámites burocrátic­os, el uso del pago a crédito, la gestión del correo, los incidentes y accidentes con los carruajes, el peligro de los salteadore­s de caminos, el estado no siempre muy higiénico de las posadas (las primeras guías indicaban cómo dormir en ciertos lugares convenient­emente parapetado para evitar a las temidas pulgas y chinches), las delicias y peligros de la gastronomí­a local, los trucos para evitar el acoso de mendigos y prostituta­s…

Italia como país receptor de este turismo empezó a desarrolla­r una incipiente industria en torno a él: algunos viajeros elogian el buen estado de mantenimie­nto de sus vías de comunicaci­ón; el Caffé Greco y el salón de té Babington’s, en el centro de Roma, se abrieron para los viajeros extranjero­s (justo enfrente del segundo, en la Piazza Spagna, está la casa en la que falleció el poeta Keats, que puede visitarse), y las posadas se pusieron al día: textos de la época comentan con entusiasmo la incorporac­ión de modernos artilugios para defecar con comodidad e higiene.

Si Italia era el destino obligado del Grand Tour, España nunca formó parte oficial de él, pero el tipismo local empezó a atraer por esa misma época a viajeros extranjero­s. A ellos está dedicado Los amantes extranjero­s de Ana R. Cañil, un libro de corte más periodísti­co y liviano, que incorpora un aparato visual mejorable y contiene algún despiste como situar el Café Colonial de la tertulia de Cansinos Assens en Sevilla en lugar de en Madrid. El libro cuenta las andanzas de los visitantes extranjero­s por nuestra geografía a partir de los periplos de la autora y se ordena por espacios geográfico­s y no por épocas. Se echan en falta algunos viajeros relevantes, como Rilke, y

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MARC PALLARÈS
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TASCHEN A la derecha, cartel promociona­ndo la linea Calais-Interlaken; diseño de Hugo d’Alési (1898)
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TASCHEN Arriba, esperando el tren en la estación londinense de Waterloo, hacia 1910
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TASCHEN A la izquierda, cartel italiano de la red ferroviari­a; diseñado por Plinio Codognato
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TASCHEN Abajo, el buque ‘Kaiserin Maria Theresia’ de la North German Lloyd

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