Paseos por Roma
M. BACH
Roma muestra con una claridad difícil de igualar que una ciudad es una superposición de capas, de épocas. Apenas separados por unos metros, conviven los vestigios de la antigüedad con la pompa de la arquitectura fascista, el glamour de la dolce vita con los palazzos de esplendor barroco. El pasado está tan presente que es imposible abrir una nueva línea de metro –recuerden la memorable escena de Roma de Fellini– sin que las obras se paralicen por la aparición de algún yacimiento arqueológico. Roma contiene muchas Romas que se entrecruzan y entremezclan en gozoso caos, y por eso las dos películas que mejor la han retratado son corales, desmesuradas, desquiciadas y sensuales: La dolce vita y su reflejo especular La gran belleza de Sorrentino.
Aparte de las innumerables películas que la ciudad ha inspirado, también ha dado pie a muchos libros que tratan, con suerte diversa, de capturar su esencia. Juan Claudio de Ramón, diplomático que pasó un tiempo en la ciudad, ha optado por una fórmula tan inteligente como seductora: el retrato a pinceladas impresionistas. El título –Roma desordenada–ya lo deja claro, la suya es una Roma contada en desorden, aunque al final las piezas dispersas acaban formando un mosaico que proporciona un retrato mucho más estimulante –y rico– que el de una aproximación metódica y ordenada.
A partir de sus vivencias, de sus paseos por las calles y plazas, el autor va hilando una sucesión de piezas breves, que permiten ser leídas en orden o en disfrutable desorden. Habla –con gran elegancia literaria pero sin asomo de pomposidad– del único café de Roma –el Greco– creado para los viajeros del Grand Tour (que desmitifica), como el vecino salón de té Babington’s; de esculturas e iglesias; de un palacio de la Roma secreta que visita de forma casi clandestina; de todas las leyendas de la Fornarina que pintó –acaso soñó– Rafael; de un momento de felicidad en la Villa Adriana; de Ennio Flaviano escribiendo con Fellini La dolce vita; del erudito profesor que inspiró a Visconti su última película, al que se conoce como el innombrable (se supone que decir su nombre atraía la mala suerte, de modo que no lo pondré, siguiendo los consejos de los romanos, pero sí me permito recomendarles que visiten su poco visitada casa-museo); de viajeros y visitantes ilustres –Goethe, Winklemann–; de españoles en el exilio –Alberti, Zambrano, Gaya–, y de españoles de paso –Velázquez, que pintó dos maravillosas vistas del jardín de la Villa Medici–; de EUR, el barrio de muy interesante arquitectura fascista que se construyó en tiempos de Mussolini y en el que se han rodado muchas películas; de olores, colores, comidas… Y también asoman la Roma sombría de la matanza de las Fosas Ardeatinas, los conflictos de la inmigración y la pobreza, y la covid (que ocupa un apéndice en forma de diario sobre los días más duros de la pandemia vividos en la ciudad confinada).
Este estupendo libro ha surtido el efecto de traerme a la memoria recuerdos, paseos y descubrimientos felices en diversas estancias romanas. Vayan o vuelvan a Roma y, entre tanto, lean esta Roma desordenada repleta de tesoros. un índice onomástico, básico en este tipo de libros, pero pese a estas pegas la propuesta es interesante. Presta especial atención a dos grupos: los románticos y los que, parafraseando el título de una novela de Ignacio Vidal Folch, podríamos llamar turistas del ideal: es decir, los intelectuales que acudieron a apoyar a la República en la Guerra Civil.
Entre los románticos destaca un americano, Washington Irving, que llegó como diplomático a Madrid, viajó a Andalucía, quedó fascinado y escribió los Cuentos de la Alhambra, libro que descubrió a sus compatriotas nuestro país. Además, hay que mencionar a dos británicos muy singulares que plasmaron en sendos libros una visión peculiar y no exenta de algunos tópicos de España: George Borrow recorrió el país vendiendo biblias protestantes (lo que le costó incluso una detención, porque la única religión admitida entonces era la católica) y relató sus andanzas en La Biblia en España, publicado en 1843; el segundo es Richard Ford, que llegó en busca de un mejor clima para su esposa enferma, se instaló cuatro años en Andalucía –donde le hizo un retrato el padre de Gustavo Adolfo Bécquer, el pintor José Domínguez– y desde allí recorrió la Península en compañía de arrieros, disfrutó de la compañía del pueblo llano y criticó con severidad la corrupción política imperante, de lo que dejó testimonio en libros como Cosas de España (el país de lo imprevisto).
En cuanto a la Guerra Civil, la autora se centra sobre todo en Hemingway y su versión romantizada de la realidad (que ya en su día le afeó John Dos Passos; fue en el Madrid de aquel entonces cuando ambos escritores se enemistaron) y la muy crítica de Orwell tras lo que vio en Barcelona y plasmó en su Homenaje a Cataluña (y a propósito de esto, les recomiendo el extraordinario libro de Miquel Berga Cuando la historia te quema las manos: Orwell y Auden entre dos guerras, publicado en castellano y catalán por Tusquets).
Mención aparte merece el capítulo dedicado al fugaz paso de Julio Verne por Vigo y cómo la ciudad pudo inspirarle algunas de las aventuras del capitán Nemo en el Nautilus. El libro se cierra con el paso de García Márquez por Barcelona y el rastro que dejó Barcelona –y Cadaqués en el relato Tramontana–
en su obra.
Viajen y lean. Como le dijo Lord Chesterfield a su hijo cuando este le escribió desde una etapa del Grand Tour quejándose de un incidente con el carruaje que lo transportaba: con todos sus sinsabores y delicias, el viaje es una metáforadelavida.