El asesino que buscaba lo bello
Cansado de trabajar en el gobierno de Estados Unidos, un caminante se dedica a recorrer una montaña
llamada Luna, dejando tras de sí un listado de crímenes
Que ningún editor mostrase interés en traducir a McCord era una anomalía de nuestra industria cultural
Hay tanta belleza en esta novela de Howard McCord que no se entiende que nadie la hubiera traducido anteriormente al castellano. La publicación original de El hombre que caminó a la Luna data de 1997, pero ninguno de nuestros editores se había interesado jamás ni por esta narración ni por ninguno de los otros treinta libros de poesía, ficción, crítica y narrativa de viajes que componen la bibliografía del autor. Por suerte, la editorial Volcano ha puesto remedio a la que sin duda era una anomalía de nuestra industria cultural.
De hecho, durante la lectura de la novela, uno también se extraña de que Hollywood –o cualquiera de las plataformas que copan el mercado del entretenimiento– no haya realizado una adaptación cinematográfica de la misma. Porque la historia da para un thriller de espías crepuscular: un asesino a sueldo (William Gasper) se ha cansado de trabajar para el gobierno de Estados Unidos y ahora se dedica a vagabundear por una montaña de Nevada llamada Luna. Deja tras de sí un reguero de asesinatos políticos que afecta a veintitrés países y, en consecuencia, una lista de enemigos más larga que el cinturón de balas de una ametralladora.
Pero no estamos ante una novela de acción, sino todo lo contrario. El protagonista de esta historia es ahora un hombre contemplativo que disfruta viviendo en la montaña: observa el quehacer de los animales, desayuna mientras amanece en el horizonte, enciende fogatas bajo las estrellas… Es, por así decirlo, una especie de Thoreau que, en vez de abandonar la ciudad, ha guardado para siempre la pistola, y cuyas andanzas son narradas al más puro estilo nature writing. Es más, el cambio que ha experimentado el personaje es tan sustancial que, como él mismo dice, ya ni siquiera lee a Wittgenstein, Kierkegaard y Ortega y Gasset, de quienes antes era gran aficionado. Y si ha dejado de profundizar en la obra de esos filósofos es porque llegó un momento en que comprendió que “el acto de limpiarse el bigote con la lengua tras el último sorbo de té encierra tanta sabiduría como un dístico de Heráclito”.
Sin embargo, Howard McCord –que, además de escritor, es corredor de maratones y excursionista– desliza algunos comentarios a lo largo de la narración que, sutilmente, nos desvelan el pasado de su protagonista, primero como veterano de la Guerra de Corea y después como asesino a sueldo, a quien el pasado no abandona del todo. Porque en la montaña de la Luna hay otro senderista que quiere matarlo y porque en el pueblo más cercano hay tres agentes del KGB dispuestosavengarsedeél.Yloqueeraunanovela sobre un hombre contemplativo de pronto se convierte, aunque solo sea de forma sibilina, en una novela de agentes especiales.
Con todo, McCord dedica sólo algunas líneas a lo que podríamos llamar la parte violenta de la historia. De hecho, ni siquiera nos detalla la resolución del conflicto que se ha planteado ante la aparición de esos otros asesinos a sueldo. Al autor no le interesa eso, del mismo modo que al cineasta catalán Albert Serra no le interesaban las aventuras del Quijote cuando rodó Honor de cavalleria, sino los momentos en los que el Caballero de la Triste Figura no hacía absolutamente nada. McCord busca lo mismo: mostrar al que podría ser un personaje de Tom Clancy –pero con muchísima más altura literaria– cuando ya se ha cansado de vivir aventuras por el mundo y cuando sólo busca un poco de paz interior. Y es por esto por lo que El hombre que caminó a la Luna es una obra preciosa. Porque cuenta lo que ocurre a partir del momento en que otros autores ponen el punto final a sus novelas de acción. Y lo que ocurre es, cómono,lallegadadelasoledad.
Howard McCord
El hombre que caminó a la Luna
VOLCANO. TRADUCCIÓN: BLANCA GAGO. 128 PÁGINAS. 17,50 EUROS