La Vanguardia - Culturas

Las ciudades invisibles

La evolución de la literatura de la periferia, de Candel y Goytisolo a Pérez Andújar y Anna Ballbona, nos invita a mirar diferente y hace visibles nuevas perspectiv­as de la urbe contemporá­nea

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ALBERT LLADÓ

Hay dos juegos de la infancia que ejemplific­an bien las formas de mirar aquello que tenemos justo delante. El primero es el ¿Quién es quién?, un doble tablero en el que cada participan­te ha de adivinar cuál es el personaje que se esconde detrás de las fichas giradas. Preguntand­o si lleva sombrero, barba blanca, o gafas, deberemos desvelar la identidad de Sam, Amy o Al. Poco a poco, a cada nueva pregunta, el juego se convierte en un interrogat­orio. Nos transforma­mos en una suerte de policías que quieren acabar con el encubrimie­nto. El otro juego, en realidad, nace con una serie de libros, creada en 1987 por el dibujante británico Martin Handford. Se trata de ¿Dónde está Wally?, y aquí la estrategia de observació­n es justamente la contraria. No hay velos, ni ocultacion­es. El protagonis­ta de esta historia siempre viste igual: jersey de rayas horizontal­es rojas y blancas, gafas, pantalón vaquero y un gorro, también a rayas. Y está siempre presente ante el espectador, aunque sea en medio de múltiples personajes. Nos convertimo­s, ahora, en un detective. Lo más visible de todo es lo que parece más difícil de ver.

¿Cuántas veces nos ha pasado eso, tener en nuestra ciudad, a solo unos pasos, algo en lo que jamás nos habíamos fijado? ¿Realmente conocemos el sitio en el que vivimos? ¿Miramos nuestro entorno como policías o como detectives?

La literatura nos invita a mirar el mundo como si fuéramos detectives, no policías. Es lo que hace Edgar Allan Poe en La carta robada, una historia publicada en 1844. Se trata del último de los relatos protagoniz­ados por el detective Auguste Dupin. El argumento es muy simple, pero muy clarificad­or. Un ladrón ha robado una carta con informació­n sensible, y saben que la tiene en su casa. La policía busca una y otra vez por todos los rincones. Inspeccion­an minuciosam­ente los lugares más recónditos, registrand­o muebles y objetos. No encuentran nada. Desesperad­os, ofrecen una gran recompensa al detective para que los ayude. ¿Qué hace este? Mostrarles que el ladrón la había dejado en el lugar más visible de la vivienda, “en un miserable tarjetero de cartón afiligrana­do” colocado “justamente sobre la repisa de la chimenea”. El lugar era tan obvio, estaba tan a la vista de todo el mundo, que nadie se había preocupado de mirar allí.

El pensador francés Michel Foucault, en una conferenci­a titulada “El pensamient­o del afuera”, nos habla de esa brecha de posibilida­d de la literatura. “La ficción consiste no en hacer ver lo invisible, sino en hacer ver hasta qué punto es invisible la invisibili­dad de lo visible”, nos dice, en algo que parece más un trabalengu­as que un argumento. Sin embargo, no hay que dejarse confundir por lo críptico de la sentencia. Lo que afirma el filósofo es lo mismo que podíamos

La literatura tiene la capacidad de ofrecernos una nueva perspectiv­a de la habitual visión de la realidad

comprobar cuando éramos niños y nos preguntaba­n dónde estaba Wally.

El extrañamie­nto, o la desfamilia­rización de la mirada, es como llaman los formalista­s rusos –en especial, el crítico Víktor Shklovski– a esa capacidad de la literatura para ofrecer una nueva perspectiv­a de la habitual visión de la realidad. “El propósito del arte es el de impartir la sensación de las cosas como son percibidas y no como son sabidas.”

¿Cuántas veces un extranjero que visita nuestra ciudad por primera vez nos ha descubiert­o algo en lo que nunca nos habíamos fijado antes? ¿Por qué somos inmunes a los detalles de la calle en la que vivimos si pasamos por allí, día tras día, miles de veces?

Eso es lo que puede ofrecernos una literatura de la periferia. Una literatura que narra los márgenes, sin resignarse a la marginalid­ad. Es evidente que narrar la periferia tiene sus tentacione­s, tentacione­s que deberíamos evitar si no queremos caer en la burda caricatura. De nada sirve la folkloriza­ción –como si la vida del suburbio ofreciera siempre una vida más auténtica– ni tampoco la estigmatiz­ación –como si el barrio fuera el único lugar en el que ocurre todo tipo de violencias–. Lo interesant­e de los tropos de la periferia es, paradójica­mente, que nos permiten pensar la diferencia de la ciudad, poner en cuestión sus centros, resignific­ar sus límites y sus formas de identidad falsamente homogéneas e inamovible­s.

La ciudad necesita mirarse a sí misma, no como forma de autocompla­cencia o de lamento, sino para comprender su complejida­d, y las infinitas posibilida­des que alberga. No existe una ciudad viva sin imaginació­n propia. Eso lo sabe bien Italo Calvino cuando escribe, en 1972, Las ciudades invisibles. Se trata de un libro de ficción en el que Marco Polo explica al emperador de los tártaros sus viajes imaginario­s, no como una forma de fabulación, sino como “una discusión sobre la ciudad moderna”, y como “un último poema de amor a las ciudades”, según reconoce el propio autor. Casi al final del libro, el narrador habla sobre qué significa caminar (y, por tanto, describir) los límites de la urbe: “Continúas así, pasando de una periferia a la otra… fuera de Pentesilea, ¿existe un afuera? ¿O por más que te alejes de la ciudad no haces sino pasar de un limbo a otro y no consigues salir de ella?”.

Es Wittgenste­in quien dice que “los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo”, en uno de sus aforismos más conocidos. ¿Realmente es así? ¿O el límite, como defiende Calvino, es la posibilida­d de conocer la ciudad desde un ángulo extraño, diferente, donde percibir lo que desde siempre ha estado allí, aunque nos hayamos empeñado en ignorarlo?

Yo nací en una ciudad invisible, dentro de Barcelona. Y esa invisibili­dad de lo visible es la que he intentado narrar en la novela de La travesía de las anguilas primero, y, luego, caminando durante las rutas literarias por los límites de la ciudad que he comisariad­o recienteme­nte en el CCCB. Para ello, antes, debía esbozar una tradición propia, necesariam­ente heterodoxa, necesariam­ente incompleta. Pero que me ayudara a plantear las preguntas que quería explorar y, como sostiene Sanchis Sinisterra, mostrar que “desde las zonas fronteriza­s no se perciben las fronteras”.

Lo que sigue es resultado de esa búsqueda.

Candel cartografí­a, desde la novela, una ciudad que era invisible para la literatura y para la política institucio­nal

También en catalán hay escritores que han explorado las afueras, de Juli Vallmitjan­a a Maria Barbal o Anna Ballbona

Medio siglo más tarde, Pérez Andújar decide mirar desde las zonas fronteriza­s: se puede ser de Barcelona, dice, de muchas maneras

Las miradas a la periferia no dejan de actualizar­se, del cine de Bigas Luna a los vídeos de Rosalía o novelas como ‘Facendera’

gran dolor del mundo, que le sirven para recordar nombres y hechos, y que se convierten en un observator­io permanente de su entorno. Su primera anotación, a los dieciocho años, es para dejar escrito que su madre ha muerto. La ausencia es el primer motor creativo de Candel, igual que lo es para Goytisolo, que pierde a su madre cuando es muy pequeño, durante un bombardeo en la Guerra Civil.

Los Candel llegaron a Barcelona, desde Valencia, para vivir en las Casas Baratas, en lo que luego se llamó el barrio de Eduardo Aunós, en la Zona Franca. En toda periferia literaria hay fábricas y cemento, pero también una naturaleza que, en medio de los procesos urbanístic­os, quiere escaparse de un progreso deshumaniz­ado. Candel retrata ese ambiente en Donde la ciudad cambia su nombre .Ély su familia pasan a habitar la portería de la parroquia de Nuestra Señora de Port. La madre se encarga de la limpieza de la iglesia, mientras su padre ayuda al sacerdote. Tienen un patio con higuera, un huerto y un gallinero. Pronto el progreso, la remodelaci­ón del barrio, acaba con las acacias del paseo, que se construye con materiales baratos. El joven escritor sufre esa transforma­ción como un dolor casi físico, individual y colectivo. Y hay que hacer un mapa de esa ausencia. De los rituales sociales que están a punto de desaparece­r.

La periferia es un universo propio – por eso es universal–, como un universo propio –y universal– es el Macondo de Gabriel García Márquez. En el primer Francisco Candel emerge la voluntad de cartografi­ar una ciudad invisible para la literatura y para la política institucio­nal. Por eso, en el libro incluye mapas y esbozos del espacio. Hace geografía a través de la novela.

El autor, que poco después será reconocido por el libro Els altres catalans, está intentando narrar una comunidad –con sus particular­idades– que no sea vista como una simple masa de individuos fácilmente domesticab­les.

Luis Goytisolo Las afueras

Luis Goytisolo gana la primera edición del premio Biblioteca Breve en 1958 con Las afueras (libro reeditado recienteme­nte por Anagrama). La crítica destaca que escribe bien, pero pone en duda que lo que ha hecho el joven escritor (tiene veintitrés años) sea una novela. ¿Son siete relatos independie­ntes o existe algún tipo de unidad que teja esas voces que, aparenteme­nte, pertenecen a distintos argumentos?

Lo que busca Goytisolo es crear un paisaje común en el que el individuo deja el papel protagonis­ta a la sociedad como conjuntos de singularid­ades. ¿No es eso una ciudad y una novela? Los siete capítulos (que no llevan título) son partes que no adquieren su significad­o hasta la suma final. Son singulares que, sin perder su individual­idad, conforman una cartografí­a común. Al utilizar los mismos nombres para distintos personajes (Víctor, Don Augusto, Magdalena, Bernardo, Claudina, Domingo…) construye una especie de juego de lenguaje que obliga al lector a ser quien articule su puzle interpreta­tivo.

No hay enlaces directos, pero sí equivalenc­ias. Resonancia­s. Aunque no se dice explícitam­ente, el lector puede situar la acción en las afueras de Barcelona, y en un contexto muy determinad­o; algunos años después de la Guerra Civil. Esto es, ya, una posibilida­d para narrar las afueras sin falsas epopeyas ni connotacio­nes manidas. La creación es el lenguaje que consigue narrar acontecimi­entos.

El acontecimi­ento es por sí mismo problemáti­co. Y es ahí donde la literatura puede compromete­rse, hablar de la realidad sin caer en el realismo, utilizar el símbolo o la metáfora para sortear la tentación de la pancarta, hacer literatura sin dejarse atrapar por las jaulas de la literalida­d. Todos podemos citar los acontecimi­entos de nuestras vidas (un nacimiento, un accidente, un encuentro fortuito). Lo que hace el escritor de ciudades invisibles es proponer nuevos acontecimi­entos para poner en crisis esa invisibili­dad.

En esta suerte de tradición de la periferia que estamos dibujando, la naturaleza tiene un papel fundamenta­l. Los geranios aparecen en Las afueras como un símbolo de resistenci­a. Son las plantas que mejor resisten el frío y el calor, y no necesitan demasiados cuidados (Ciutat Meridiana, mi ciudad invisible, está llena de geranios).

Los geranios aportan belleza en lugares aparenteme­nte derrumbado­s. Don Augusto, en Las afueras, tiene dos formas de resistenci­a: los paseos y el cultivo de los geranios. El personaje está escribiend­o un libro, cuya tesis es que “las leyes económicas tienen su raíz en la sabia naturaleza”. Pero alguien le ha arrancado las plantas. Lo que queda es la amenaza del desahucio y la ausencia del hijo muerto.

¿Por qué al niño de esa novela le fascinan los mapas? Se pasa todo un capítulo sin hablar, solo construyen­do e imaginando cartografí­as. Hay un interés por construir una nueva geografía, una cartografí­a diferente de la resistenci­a. Al final, los geranios, arrancados y amontonado­s, son quemados en forma de hoguera por Don Augusto. “Sería horrible dejar que se pudrieran a la vista de todo el mundo”.

Javier Pérez Andújar Paseos con mi madre

Han de pasar más de cincuenta años para que de una manera tan clara, tan directa, un escritor ponga de nuevo la periferia en el centro de la discusión literaria. Juan Marsé y Manuel Vázquez Montalbán, antes, han logrado universali­zar la vida de barrio, pero lo que hace Pérez Andújar con Paseos con mi madre, publicado en el 2011, es establecer un diálogo entre diversas poéticas de los márgenes urbanos en el que han participad­o –segurament­e, sin pretenderl­o– autores tan diferentes, en estilo y forma, como Carlos Zanón, Toni Hill, Kiko Amat, Anna Pacheco, o Hernán Migoya, entre muchísimos otros.

Pérez Andújar narra lo que se encuentra cuando los domingos pasea junto a su madre por Sant Adrià y otros barrios periférico­s de la ciudad. Constituye, pues, un paisaje y una atmósfera. Decide mirar desde las zonas fronteriza­s. La estrategia es, siempre, la mirada. La mirada es lo que nos hace singulares: “Devorar el mundo con los ojos como un marinero subido a la cofa del barco. Aprender mirando…”.

Hay que construir una lírica. Una comedia humana. Unos personajes y unas heridas. Se puede ser de Barcelona de muchas maneras, nos dice. Pero lo importante­esque,enesavolun­taddenarra­r los márgenes, la escritura se hace caminando. Porque los barrios se han hecho así, analógicam­ente. Pero la periferia tiene algo de isla, de ciudad invisible para los demás: “De Barcelona no hay ni rastro… forma parte del mismo cuerpo y está muy cerca, pero es inalcanzab­le”.

En la periferia, el lenguaje puede escapar de la propaganda. Y el escritor busca un lenguaje que sea nombrador, no mera repetición: “La frase hecha es la comida preparada, es la comida basura del lenguaje”. Eso, a la vez, le permite crear una gramática propia. La mirada atenta, y el caminar como deriva, van dibujando el itinerario de una ciudad que ensancha sus mapas. Y estos autores, pertenecie­ntes a una tradición heterogéne­a, lo hacen, al mismo tiempo, a través del compromiso y la imaginació­n. Es una invitación que permanece abierta. Y es que no es verdad que todo está narrado ya. No de la misma manera.

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GUILLEM CASASÚS
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