La Vanguardia - Culturas

Una nueva hipótesis sobre el mítico cementerio de Böcklin

Avance editorial

- Miquel Molina Siete días en la Riviera

Arnold Böcklin nació en Basilea en 1827, tres años después de morir Lord Byron. Se dice de él que llevó más lejos que nadie la obsesión por la muerte. Suyo es un autorretra­to en el que el mismo artista, robusto, el cabello rubio echado hacia atrás, sostiene un pincel mientras la parca se acerca sigilosa y posa una garra en su hombro, la misma con la que empuña el arco de un violín.

Rebusco en su biografía y descubro que está enterrado en Fiesole, donde murió después de vivir largas etapas en Florencia. Y, súbitament­e, pienso que ya sé a qué me recuerda el peñasco que he visto desde el ferri que me ha traído hasta aquí. ¡Böcklin, claro, Böcklin y su cementerio marino! No es un cuadro tan famoso como El nacimiento de Venus, que pintó aquí Botticelli, pero cuando lo ves una vez, ya no lo puedes olvidar. Se llama La isla de los muertos, Die Toteninsel.

Al parecer, existieron hasta cinco versiones diferentes, una de ellas expuesta en el Metropolit­an neoyorquin­o. Las otras están en Basilea, Leipzig y Berlín. Una que se encontraba en Rotterdam fue destruida por los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. La escritora María Belmonte sostiene (en un artículo publicado en el Cultura/s) que la obra pudo surgir del encargo de una mujer muy rica de la isla de Ponza que pidió a Böcklin “el cuadro más romántico jamás pintado”. Recuerda que el propio autor siempre quiso que la pintura estuviera rodeada de misterio. Por eso, nunca aclaró en qué cementerio o qué isla se había inspirado.

En el cuadro se nos muestra, en primer término, una barca con una figura erguida y cubierta por lo que podría ser un sudario. Se dispone a ingresar en un diminuto camposanto. Caronte maneja el timón. El cementerio se ubica en un islote delimitado por una gran pared semicircul­ar, con un esbozo de puertas o ventanas abiertas en los pisos superiores del acantilado. Y, en el interior, una veintena de cipreses que sobrepasan las rocas y arañan un cielo de tormenta.

Se ha especulado mucho sobre el lugar que inspiró al autor semejante homenaje a la muerte. El cementerio de San Michele de Venecia, el de los Ingleses de Florencia, Corfú, el lago Garda, el castillo de la isla de Ischia o Ponza son algunas de las hipótesis barajadas. Belmonte se inclina claramente por el camposanto florentino: el artista tenía el estudio justo enfrente y, además, su hija estaba enterrada allí. Por si fuera poco, nos consta que en el pasado había dos peñascos parecidos a los del cuadro, que fueron dinamitado­s para construir más tumbas.

Pero yo quiero creer que, de no ser porque se interpone la escarpada costa de Palmaria, en este momento tendría a la vista la mismísima isla que cautivó al artista. Solo tengo que caminar unos minutos hacia el norte para contemplar­la, aunque sea de lejos. Lo suficiente para sortear un saliente inoportuno.

Mentiría si dijera que cuando he divisado desde el mar Torre Scola la he relacionad­o con el famoso cuadro. Pero sí puedo afirmar ahora que la misma impresión que me causó la obra de Böcklin cuando la vi por primera vez la he revivido a la vista de ese retazo de infierno que flota en las aguas del paraíso.

Allí está contenido todo lo que puede verse en el cuadro, menos los cipreses, sustituido­s por vegetación silvestre, y el cadáver que navega hacia su último destino, que somos nosotros, sin saberlo, cuando, ignorantes, observamos la torre desde un ferri de verano.

Lástima que el barco no pase un poco más cerca. Hay que ampliar las fotos que he tomado antes para comprobar el parecido asombroso entre la estructura semiabiert­a de la torre real y el cementerio marino que pintó el artista. Leo en una vieja guía que Torre Scola formó parte del sistema defensivo de la República de Génova. La construyer­on a principios del siglo XVII y estuvo activa hasta las

En ‘Siete días en la Riviera’ (Catedral), Miquel Molina, periodista de ‘La Vanguardia’ y escritor, describe un recorrido cultural entre Viareggio (Toscana) y Villefranc­he-sur-Mer (Costa Azul): de los Shelley y Lord Byron a los Rolling Stones. En Porto Venere descubre el paraje en el que pudo inspirarse Arnold Böcklin para su obra ‘La isla de los muertos’

El artista veraneó en la zona donde está la isla, frente a Porto Venere, durante los años que pasó en Florencia

El paisaje original ha sido objeto de muchas teorías: el cementerio de los Ingleses de Florencia es otro firme candidato

Es temerario concluir que el pintor se inspiró solo en este islote, pero la hipótesis debería tenerse ya siempre en cuenta

guerras napoleónic­as. No sobrevivió a la contienda. Durante décadas quedó abandonada a su suerte, hasta que fue sometida a varias reformas a lo largo del siglo XX.

Mientras vivió en Florencia entre 1876 y 1885, el pintor suizo pasó algunos veranos en esta costa, entre Viareggio y San Terenzo. Si Torre Scola le sirvió de inspiració­n para La isla de los muertos, tuvo que haberla visto en esas vacaciones al inicio de su etapa florentina, porque consta que en 1879 ya realizó algún boceto del cuadro. También pudo inspirarse en la obra de algún paisajista de su época que conociera la isla.

Cuando en 1892 se instaló unos meses en San Terenzo, todas las versiones del cuadro estaban ya pintadas. Allí vivió en la casa del pescador (y pirata) Giacomino Rossi, situada unas calles por encima de Villa Magni, el hogar de los Shelley.

Sería temerario concluir que Torre Scola es, con seguridad, La isla de los muertos, habiendo como hay sólidos argumentos a favor de la hipótesis del cementerio de los Ingleses. Pero resulta innegable que existe un parecido asombroso (esta de Porto Venere sí que es una isla rodeada de agua), una coincidenc­ia de fechas y una proximidad geográfica que deja más que abierta esta posibilida­d. Además, ¿quién puede negar al artista la libertad de tomar elementos de aquí y de allá a la hora de crear un paisaje imaginado?

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CATALBY No hay cipreses ni barca de la muerte, pero el parecido de Torre Scola con el cementerio del cuadro es evidente
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Existen cinco versiones del cuadro de Arnold Böcklin, aunque una fue destruida en la Segunda Guerra Mundial
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CATEDRAL. 237 PÁGINAS. 18,90 EUROS

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