La Vanguardia - Culturas

García Lorca: los mejores días de mi vida, en Cuba

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VÍCTOR-M. AMELA

La Habana, 12 de junio de 1930

–¡¡¡Uuuuuuauuu­uh!!! ¡¡¡Uuuauuuhhh­hhhh!!!

Federico aúlla de placer –el morro del Fiat 1930, a toda velocidad, corta el aire cálido de las calles de La Habana– y el viento le alborota los negros cabellos. De pie en el asiento del copiloto, disfruta de la carrera del descapotab­le hacia los muelles. Flor ríe al volante, mira con el rabillo del ojo a su alegre amigo y acelera a fondo.

–Flor... Flor... –balbucea Salazar, blanco como el papel, en el asiento trasero, agarrado con ambas manos al respaldo delantero–, ¡nos vamos a matar! Flor encara la calle Dragones, pasa ante el Capitolio y dobla por la avenida de Bélgica hacia los muelles de La Habana. Domina su máquina, la siente criatura viviente. ¡Su ‘bovina’ noble, veloz y valiente!

–¡Más rápido! ¡Más rápido!–ríe Federico, eufórico y con medio cuerpo fuera del coche.

–Vamos a matarnos... –gime Salazar con voz estrangula­da.

Ha sido Salazar quien ha lanzado la voz de alarma, en la sobremesa del Detroit, ron Carta de Oro en las copas y Federico recitando:

¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Ay de mí!

Esta mirada mía fue mía, pero ya no es mía.

Esta mirada que tiembla desnuda por el alcohol y despide barcos increíbles por las anémonas de los muelles.

–¡Muelles! ¡Federico! Debemos irnos, ¡mira qué hora es! –ha señalado Salazar tras consultar su reloj de cadena.

Me defiendo con esta mirada que mana de las ondas por donde el alba no se atreve.

Federico se disuelve en el aire habanero, rosa y naranja y malva, ve más verdes y brillantes que nunca los penachos de las palmeras, y armónicas las arcadas de la plaza del Vapor, en la esquina de enfrente, con pórticos abarrotado­s de paradas de comestible­s, pescado seco y aves, de periódicos, churrerías y relojeros, de zapateros, cerrajeros, cereros y loteros como el cantonés, en la puerta del barrio chino, con sus loterías y locales de juego, y el teatro Shanghai, lavandería­s, prostíbulo­s, funerarias y fumaderos de opio.

Yo, poeta sin brazos, perdido entre la multitud que vomita, sin caballo efusivo que corte los espesos musgos de mis sienes.

Y Flor, colmada de ron y versos, ve a Federico más poeta que nunca. ¡Su amigo Federico!

–¡Federico, Federico! –le ha sacudido Salazar–. Venga, chico, arriba, tenemos que irnos, ¡vamos!

–¿Ya?

–¡Sí, ya! ¿Y tus maletas? –ha preguntado Salazar.

–¿Qué maletas?

–Las tuyas, hombre de Dios, ¡tus maletas!

–Pues... no las tengo hechas.

–¡¿Qué dices?!

–¡Federico! ¿Estás en la bobería? –ha reído Flor.

Salazar, como si un caimán se le aproximase a la carrera, se ha levantado y ha agitado los brazos exasperado:

–¡Perderemos el vapor! ¡Sube tú, Flor! Sube tú a la habitación de Federico, ¡haz su maleta, su baúl, lo que haya! ¡Mozo, acompáñela! ¡¡¡Ay, Federico!!!

A solas en la habitación de Federico, en los altos del hotel Detroit, Flor ha abierto el armario, ha tirado de gavetas, ha recogido camisas, pantalones, corbatas de lazo y el traje blanco de dril cien. Lo ha doblado todo con presteza, y a la maleta. Le ha sor prendido la parquedad del equipaje de su amigo: una maleta.

Maquinilla de afeitar, cepillo de dientes, dentífrico, peine, ¡a la maleta! Cuaderno con dibujos, papeles con letras y garabatos, lápices de colores, ¡a la maleta! Flor sabe que resta muy poco tiempo. ¡Conducirá rápido! Ha cerrado la maleta. La entrega al mozo negro y le grita:

Adelanto editorial El escritor y periodista de ’La Vanguardia’ Victor Amela, que ya abordó la figura del poeta andaluz en ‘Yo pude salvar a Lorca’, recrea ahora los días que estuvo en la isla caribeña procedente de Nueva York. La invitación era para una semana pero permaneció en tierras cubanas tres meses, los más desconocid­os de su vida, hasta que decide volver a España

–¡Corre! ¡Abajo! Ve con el señor García y el señor Salazar: ¡subidlo todo al carro, enfrente! ¡Corre! ¡Yo bajo ahora mismo!

El fornido mozo negro ha salido con la maleta de Federico bajo el brazo. Flor, a solas, ha recorrido la habitación con mirada despierta y pasos enérgicos para cerciorars­e de que no olvida nada aquí. Y entonces ve un objeto sobre una silla.

Una muñeca negra. Una muñeca negra. Con vestido rosa con volantes. Pendientes dorados. Pelo rizado, ojos castaños que se cierran y se abren.

Una muñeca negra para una niña que pronto nacerá.

–¡¡¡Uuuuuuauh!!! ¡¡¡Uuuauuuhhh­hhhh!!! ¡Jajaja! –se carcajea Federico, despeinado, pletórico.

–¡Muelle de Caballería! –anuncia Flor– . ¡El vapor, allí! ¡Hemos llegado! ¡Señores, salten del carro! ¡A embarcar!

Antonio Quevedo está en el muelle. Y Juan Marinello. Abrazan al amigo por últimavez,despidensu“presencian­umerosa, cálida y rica”, como dirá Marinello más adelante. Luis Cardoza los observa desde cubierta. Salazar se despide y embarca, con ayuda de un marinero de la tripulació­n que sube maletas –repletas de discos de pizarra de música cubana para escuchar durante el viaje y en España–, incluidas la de Federico y la de un cantante sagüero de veintisiet­e años: Antonio Machín. Un contramaes­tre, desde la pasarela, advierte a Federico: zarparán sin él si no sube de inmediato.

“Aún podría quedarme en este paraíso”, piensa Federico. Mira a sus amigos, los mismos que seis años después llorarán al recordar esta sonrisa y el brillo en los ojos de su emocionado Federico, que les dice:

–Hago falta en España. Amigos míos, las cosas van a cambiar allí. Lo presiento. España alcanzará todo lo que soñamos, como vosotros lo soñáis para vuestra Cuba. Más elevación espiritual y menos injusticia. Y yo debo ayudar. Yo me debo: yo llevaré a los pueblos la poesía puesta en pie que es el teatro. Hago falta en España.

Federico ya se aleja de Cuba, del paraíso que le ha enseñado a vivir con pleno co

nocimiento de sí mismo. Ya en la pasarela, se vuelve porque ha oído un grito: –¡Federico!

Flor grita su nombre desde el Fiat, al fondo del muelle. Agita el objeto que ha recogido del asiento del copiloto y corre hacia Federico.

–¡La muñeca! –jadea Flor, que ante el amigo se arroja en sus brazos y le estrecha con todas sus fuerzas.

Flor siente que no ha tenido ni tendrá amigo igual. Nunca antes nadie, hombre o mujer, la miró con tanto corazón. Nunca antes se sintió tan escuchada. No sabe si volverá a vivir esa luz única. Nunca ha abrazado así, nunca la han abrazado así. Quiere fundirse en el pecho de Federico. No quiere perderlo. En los rostros de ambos saltan lágrimas.

Antes de pisar la cubierta del Manuel Arnús, Federico mira a Flor, levanta la manoconlam­uñecanegra,yconlamism­a pasión con que defiende sus mejores versos sentencia:

–¡Aquí he pasado los mejores días de mi vida!

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Nicolás Guillén LV
Algunos amigos de Lorca en Cuba Nicolás Guillén LV
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Amela con Verónica Loynaz y Constantí Ribalaigua, coctelero del Floridita (Archivo) Abajo, Lorca con Conrado Suárez, grumete del Yacht Club de Caibarién, el 1 de abril de 1930 (© Archivo Fundación Federico García Lorca. Centro Federico García Lorca)
 ?? ?? A la derecha, Lorca en el mirador de Yumurí con varios hijos de amigos (1930) y abajo a la izquierda, el poeta con su traje blanco de dril cien en los muelles de La Habana (© Archivo Fundación Federico García Lorca. Centro Federico García Lorca). Al lado, Víctor
A la derecha, Lorca en el mirador de Yumurí con varios hijos de amigos (1930) y abajo a la izquierda, el poeta con su traje blanco de dril cien en los muelles de La Habana (© Archivo Fundación Federico García Lorca. Centro Federico García Lorca). Al lado, Víctor
 ?? ?? Víctor Amela
Si yo me pierdo DESTINO. 408 PÁGINAS. 19,90 EUROS
Víctor Amela Si yo me pierdo DESTINO. 408 PÁGINAS. 19,90 EUROS
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Dulce María Loynaz LV
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José Lezama Lima LV

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