La cárcel del origen
Narrativa ‘El cuarto mundo’, de Diamela Eltit, explora la identidad latinoamericana desde el vientre materno; una obra escrita en plena dictadura chilena
J.A. MASOLIVER RÓDENAS
No tengo un buen recuerdo de Diamela Eltit (Santiago de Chile, 1949), a la que conocí en casa de Margo Glantz, pero uno de mis principios como crítico que me he ido exigiendo a lo largo de los años es que no hay que mezclar nunca al escritor con la persona que escribe. Y la escritura de Eltit merece toda mi admiración y simpatía. Sus novelas, escritas desde la inteligencia, radicales, con una prosa que, sin caer en la experimentación, evita cualquier lugar común, están entre las propuestas más interesantes de la actual narrativa latinoamericana. A lo que se suman sus brillantes ensayos. Reflexiona sobre la sociedad chilena, con una abierta condena a la dictadura de Pinochet (digresión: por qué Pinochet o Videla tenían un aspecto siniestro, de auténticos asesinos, frente a un pelele no menos sangriento como Franco). Ha sido galardonada con el premio FIL de
El sueño se relaciona con el carácter delirante de una escritura que finge ser simbólica para ser brutalmente realista
Guadalajara –que yo sigo llamando como se llamó, Juan Rulfo– por una trayectoria que se inicia con Lumpérica (1983) y que cuenta con títulos como Vaca sagrada (1983), Jamás el fuego nunca (2007) o Sumar (2018).
El cuarto mundo (1988, y ahora recuperada por Periférica), escrita durante la dictadura, años de feroz censura, gira en torno a la identidad latinoamericana. Más que de símbolos hay que hablar aquí de claves; desde el mismo título, ya que el cuarto mundo es el que debería llegar después del tercer mundo, en el que los latinoamericanos, y no exclusivamente los del Sur, son llamados sudacas: “El desprecio de nuestra sangre sudaca”, “el estigma sudaca”, “el poder de la fraternidad sudaca”. Aquí la fraternidad gira en torno al incesto. Aparece la figura de la madre, sumergida en sus sueños. El sueño no goza de mucho prestigio en la crítica actual. En efecto, puede ser un fácil recurso para exhibir la imaginación. Pero aquí está plenamente justificado, ya que se relaciona con la fiebre y el carácter delirante de una escritura que finge ser simbólica para ser brutalmente realista.
Deseo y poder son las fuerzas dominantes. Para Eltit, “ser mujer no garantiza nada, pero ser hombre tampoco”, “por eso hay que desbiologizar la letra. En estos momentos genitalizada”. De la madre señala su debilidad genital, su devoción por el placer. Que los transmite a las tres mellizas, que tal vez serán cuatro, y que cometen incesto desde el mismo útero, estimuladas por el inevitable roce. Eltit, como lectora de Las brujas y su mundo, de Julio Caro Baroja, bautiza a dos de ellas con los nombres de María Chipia y María de Alava (sic). Seguimos sus pasos a medida que van creciendo y la atracción de los cuerpos se va intensificando, aunque ninguno está libre de culpa, y todos quieren abandonar la casa, que es tanto el seno materno como la familia y el país. María Chipia es, en realidad, varón, o actúa como tal, pero todos coinciden en la necesidad de descifrar el sentido del origen, de traer a la memoria, con el coito, el origen de la gestación.
El cuarto mundo gira en torno a la necesidad de superar la dependencia, que tiene muchos significados, entre otros denunciar que “la nación más poderosa del mundo nos ha lanzado el maleficio”. Se habla de la insensatez de la condición femenina, del terrible lastre de la pareja humana, del maleficio de la fecundación, pero también del envejecimiento y de la muerte, de la necesidad de “evadir una masacre mental”. Eltit no describe el origen, nos sumerge en él, el origen de cada uno de nosotros, cegados por el deseo y el ansia de poder, y el de la sociedad que ha condenado a pertenecer al tercer mundo. Y todo está vivido, es decir, no hay discurso ni conceptualización, sino todo lo que puede sugerir el misterio de lanaturalezahumana.
El cuarto mundo
PERIFÉRICA. 184 PÁGINAS.17 EUROS