La Vanguardia - Culturas

Hasta donde llegue el ingenio y la imaginació­n

Manuel Longares apuesta en su último libro por la brevedad de los textos, también por la variedad y la riqueza, con historias “verdaderas o inventadas”

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⁄ Hay sexo, pero sin erotismo, del mismo modo que está la presencia de la muerte, pero sin dramatismo

Manuel Longares (Madrid, 1943) como periodista ha colaborado en El Europeo, Diario 16, Cambio 16, El Mundo, El

Sol y El País. Narrador, ensayista y traductor de Sol i de dol, de J. V. Foix, su

extensa y elogiada novela Romanticis­mo (2001), ambientada en el Madrid de finales del franquismo, es un obligado punto de referencia cuando se habla de él. La escala social escapa a toda definición. Son sesenta narracione­s repartidas en cinco capítulos de doce historias cada uno. Cada historia tiene una sola página y un solo párrafo. Muchas se inician con un poema, ripios que a veces se prolongan en el texto. La tensión de la trama está sustituida por ver hasta dónde puede llegar el ingenio y la imaginació­n. Madrid, tan presente en sus novelas, aquí sólo aparece en el nombre de algunas calles, con excepción de Alucinacio­nes, donde “Todos coincidimo­s en que la ventaja principal de nuestra capital es tener el mar a la puerta. Así que no diré lo que vi cuando la sombra de una duda cruzó el espacio en el que nadaban los peces”.

Como es lógico, no es este el lugar adecuado para la crónica, aunque el nonsense no esquiva la realidad, marcada por el inconformi­smo, como ese compañero suyo que “hozaba en la disidencia”, “Casiano y Pacorro transporta­ban toros a las ferias y Extremidad­es paría conquistad­ores de imperios”, y “la cuadrilla nuestra fiesta” se convierte en “cuadrilla de albañiles”. Se trata de impedir “el suicidio de la Patria”, pero “en el trance de traspasar la puerta grande de la Historia con tanta reivindica­ción sublime, nos liamos a mamporros con los barrendero­s municipale­s”.

Abundan las referencia­s a la política: inesperada­mente aparece en el bar Carolingio el monarca abdicado que “no acepta hablar de toros sin la considerac­ión debida al pasodoble”, o nos encontramo­s con el Generalísi­mo de los Ejércitos y, “tanto miedo me daba que se me escapó vivo. Por Moncloa y el Pardo se perdió el coche que lo llevaba a morir en su cama, medio siglo después de que yo cantara su apellido en el campamento falangista”. E, inevitable­mente, aparece la religión en clave humorístic­a, como en Monigote, en el que “no tiene nada de particular que los monigotes de la infancia hagan milagros”, algo que “se lo debemos al de arriba”, o en el divertido Converso, donde “aquel cristiano había aprendido a ser actor haciendo de obispo”.

Abundan las referencia­s al sexo, aunque sin ninguna intención erótica, lo que no impide que “cuando se quitó la blusa, parpadeé y al privarse del sostén me quedé ciego”, o en Proceso, donde “saltó el escándalo porque no renegué de quien me acariciaba el cuerpo. Como la precocidad se paga nos mandaron al exilio, donde llevamos veinte años de feliz matrimonio homosexual”. Y si en el sexo no hay erotismo, no hay dramatismo en la presencia de la muerte, como en Sepulcro, donde visita el cementerio “y me siento en la gloria, como si este sepulcro de temporada fuera

el de mi descanso eterno”.

Por supuesto, el atractivo de estos textos no está únicamente en las divertidas situacione­s, donde las historias “verdaderas o inventadas, nos ayudaban a pasar el rato”, sino también en cómo se desarrolla­n. Hay una enorme variedad y riqueza léxica, desde el coloquiali­smo chulesco de Bravata al descarado “no me supliques modales porque el trajín del trasero y esas mamas que me mimas, pedir cordura es de locos”. Atractivas algunas relecturas, como la de la vaquera de la Finojosa del marqués de Santillana, la interpreta­ción de Caín y Abel o Nuestra Señora cantando La vaca lechera. E igualmente atractivos son los sorprenden­tes finales. /

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Madrid, tan presente en otras novelas de Longares, cede ahora espacios a la imaginació­n (245 %4((67 8 9:9

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