¿Habrán desaparecido realmente los sentimientos metafísicos?
László Földényi nos invita en ‘Elogio de la melancolía’ a aprender a escuchar la trascendencia en el arte y la cotidianidad
⁄ El autor reconoce que la melancolía es difícil de definir, pero sí puede identificarse a través de la experiencia
El título de este artículo es, en realidad, un verso del poeta polaco Adam Zagajewski. Una pregunta que recoge László Földényi en Elogio de la melancolía, y que sintetiza bien el ensayo del filólogo y teórico de arte húngaro. El libro recorre obras y artistas que han tratado el tema, pero también escenas cotidianas que ha vivido el autor y que le han hecho interrogarse por el misterio de lo que no puede explicarse desde la razón.
Földényi nos recuerda que melancolía significa literalmente bilis negra. Por tanto, nos remite a la oscuridad, a la sombra del mundo. Y el ensayista encuentra ese asombro en un viaje en tranvía –en el que el azar provoca que esté leyendo, sin saberlo, sobre la vida de una persona que conoció años atrás–, en una sala de cine vacía, pero también en pinturas y esculturas de Durero, Hopper, Kiefer o Bacon.
El autor reconoce que la melancolía es difícil de definir –su significado no se deja capturar por su sentido más profundo–, pero sí que puede identificarse a través de la experiencia, de la tensión entre lo visible y lo invisible. Uno de los momentos más interesantes del libro es cuando recrea, recurriendo tanto a la probabilidad como a la ficción, el encuentro entre Durero y Giorgione. El artista alemán llega a Venecia (ya había estado antes, cuando era un desconocido) en 1505. Asisten a una cena, y el pintor italiano le invita a su taller. En el caballete descubre La tempestad. ¿Qué significa ese espacio imaginario y realista al mismo tiempo? Durero se deja hechizar por el misterio –según Földényi–, como si se hubiera apoderado de un saber secreto. No se trata de una alegoría. La piedra de la columna semiderruida y el trozo de muro son una pregunta abierta. La ruina trasmite lo inefable, lo ausente. Tal vez esos fragmentos están hechos del mismo material que el poliedro que años después, en 1514, el propio Durero colocará en su grabado Melancolia I. En la composición vemos una mujer sentada en primer plano, un angelote, un perro. Y el objeto inexplicable. Una grieta en el relato.
Como decíamos, Földényi encuentra esa oscuridad, esa bilis negra, en las experiencias de vida. Lo hace cuando se estira en el jardín y siente una suerte de desdoblamiento. Descubre su propio cuerpo acostado en el suelo. Y en esa figura –propia y extraña a la vez– cree vislumbrar el cadáver que vio de niño. “Por mucho que la civilización quiera demostrarle lo contrario, el hombre jamás podrá liberarse del sentimiento de la metafísica”. Aunque no sea por otra cosa, subraya, la conciencia de la mortalidad nos condena a esa conmoción.
Es cierto que, siguiendo la metáfora de las cicatrices que ocultan nuestra primera oscuridad –las vísceras que también somos–, en algún momento el ensayista cae en la mera nostalgia generacional. Un buen ejemplo es cuando, haciendo cola en una tienda, se encuentra con una chica que lleva tatuado en la nuca una cita de Shakespeare (“To thine own self true”, sé fiel a ti mismo). El autor presupone –no sabemos muy bien por qué motivo– que la mujer no conoce el origen de la frase, y ello le permite hablar de la “epidemia de tatuajes” en la que considera que vivimos. Incluso sostiene que, como en el relato de Kafka En la colonia penitencia, llevamos nuestras propias sentencias escritas en el cuerpo sin ser conscientes de ello.
Hay momentos mucho más lúcidos. Cuando nace su hijo. “Mirándole a los ojos, vi mi propio destino”. De forma muy parecida, se encuentra con lo inefable cuando, tres horas después de su fallecimiento, entra en la habitación donde yace su padre. Lo mira atentamente. Sus ojos están abiertos. Su sonrisa apacible no es un gesto intencional. Simplemente desborda lo que puede ser narrado con la precisióndeunadescripcióncerrada.