Corresponsales en Nuremberg
Janet Flanner ya era una leyenda del periodismo literario estadounidense cuando la enviaron a cubrir el proceso de Nuremberg. En sus “Cartas desde París” en los años 20 y 30 para la revista The New Yorker había reflejado los ambientes bohemios de la capital francesa, tan acogedora y libre para los miembros de la generación perdida. Poco antes de estallar la Segunda Guerra Mundial volvió prudentemente a EE.UU., pero en 1944 retornaba a Europa como corresponsal oficial del ejército de su país, enviando artículos sobre la contienda que cambió su visión del mundo. El Buchenwald recién liberado no podía tener el mismo tratamiento que la grata vida entrebélica.
Los vencedores aliados eligieron el Palacio de Justicia de Nuremberg para desarrollar entre noviembre de 1945 y octubre de 1946 los juicios contra un grupo de altos responsables nazis, con los que en realidad se pretendía enjuiciar la responsabilidad de la Alemania de Hitler en la guerra y en el delirio criminal que culminó en el Holocausto. Lo hicieron por razones simbólicas (era una ciudad de vieja raigambre en la cultura germánica, la de los maestros cantores, y también donde Hitler celebró grandes congresos y promulgó sus leyes raciales), así como prácticas (optaron por una ciudad bajo autoridad militar estadounidense). Más de 250 periodistas internacionales y un pequeño grupo de informadores alemanes se desplazaron para cubrir la actuación del Tribunal Militar Internacional. El historiador alemán Uwe Neumahr aborda su estancia en El castillo de los escritores (Taurus), un libro cargado de datos e historias interesantes. Janet Flanner, como la mayoría de sus colegas, fue alojada en el castillo que le da título, un vistoso edificio medievalizante de fines del XIX de los condes FaberCastell, fabricantes de los famosos lápices, en aquel momento incautado. Los periodistas, apiñados, compartían dormitorios colectivos (separados por sexos), sala de redacción y pocos lavabos; Flanner no tardó en quejarse del monopolio de las periodistas rusas, que iban en grupo y lo dejaban sucio.
Las sesiones del proceso eran largas y llenas de tecnicismos, con excepción de aquellas donde los testigos aportaban testimonios directos del horror (los documentales sobre los campos de concentración, con imágenes nunca contempladas, dejaron a los asistentes en estado de shock). Flanner era un espíritu independiente y en sus crónicas cometió un tremendo error de criterio: elogió el testimonio del siniestro Göring, el mayor cargo nazi presente, al que comparó con “un gladiador”, y criticó la actuación del fiscal general estadounidense Robert H. Jackson, un referente humanitario. Fue retirada de la cobertura por el editor de la revista, Harold Ross (que sin embargo había publicado sus textos sin censurarlos),
⁄ Janet Flanner elogió a Göring y criticó al fiscal Jackson, por lo que fue retirada de la cobertura por ‘The New Yorker’
y su lugar lo ocupó la británica Rebecca West, radicalmente antigermánica, y que estableció una relación sentimental (clandestina, ambos eran casados) con Francis Biddle, el juez norteamericano de máximo nivel. El contacto con lo indecible y la lejanía familiar impulsaron varias situaciones de este tipo.
La obra de Neumahr ofrece numerosos detalles laterales que dan contexto a esta iniciativa llamada a cambiar la legislación internacional sobre los crímenes de guerra, y a la discusión de entonces sobre cuál debería ser el futuro de Alemania. Por sus páginas desfila el gran novelista John Dos Passos (Hemingway, contra lo que se dijo, no acudió, pero sí su exmujer Martha Gellhorn). A la autora rusofrancesa Elsa Triolet no le gustó que se diera a los nazis la oportunidad de explicarse, y afirmó que hubieran debido ser ejecutados sin juicio; se cruzó con Erika Mann, Gregor von Rezzori, William Shirer, Walter Cronkite y Willy Brandt, entre muchos otros. Y el celebrado autor de Berlin Alexanderplatz, Alfred Döblin, que no estuvo, redactó un opúsculo teatralizado sobre el proceso como silohubierapresenciado.