Cuando las generaciones estallan en pedazos
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Hace tiempo que el tiempo nos preocupa. Pero no en todos los tiempos el tiempo ha preocupado con la misma intensidad o de la misma manera. En este presente que nos ha tocado en suerte vivir, tal vez nuestra percepción de la temporalidad venga determinada fundamentalmente por un rasgo que está afectando no solo a la totalidad de nuestras vidas sino también a la totalidad de las esferas de lo real. Me refiero a la aceleración.
Valdría la pena, por lo pronto, no reducir el concepto al de prisa u otros similares. Lo peor de este tipo de simplificaciones es que parecen llevar incorporadas, casi de serie, la presunta solución al problema. Para alcanzarla, basta con apuntarse a cualquiera de las variantes de lo slow o cobijarse bajo las alas de algún orientalismo más o menos zen que proponga una ataraxia low cost que nos permita ponernos a cubierto de los perjuicios de la aceleración. Vana pretensión, casi tan vana como el erróneo diseño del problema en el que se basan.
Porque el problema tiene un carácter profundamente estructural, que en modo alguno queda solventado con parches superficiales como los señalados. Nuestra preocupación acerca de lo temporal tal vez no tenga que ver tanto con lo temporal mismo (como si la vida se nos pasara hoy más rápido que a quienes nos precedieron) como con la intensidad en el ritmo de las transformaciones y, sobre todo, con la forma en la que estas nos afectan, intensidad que se diría que tenemos severas dificultades para asumir. En cambio, para un autor como el sociólogo alemán Hartmut Rosa, que con tanta atención como perspicacia ha reflexionado sobre la aceleración, el asunto no transcurre tan solo en la esfera superestructural. En efecto, cabría afirmar que en el pasado las transformaciones seguían una cadencia, acompasada a nuestras vidas, que hoy parece haber saltado por los aires. Dicha cadencia ha sido teorizada por diversos autores en diversas formas, aunque sin duda la que la hace gravitar sobre la categoría de generación sea una de las que mejor permite ilustrar lo que pretendemos señalar.
Pues bien, según Rosa la tendencia histórica que parece estar siguiendo el devenir de las generaciones podría quedar resumida, de forma extremadamente sintética, en los siguientes términos: en la premodernidad lo característico era que el mundo permanecía intacto de una generación a otra, limitándose la anterior a transmitírselo a la siguiente en las mejores condiciones; en la modernidad, en cambio, el relevo generacional implicaba un cambio de mundo, una nueva forma, en muchos casos radicalmente diferente, de pensar lo existente que comportaba en buena medida el abandono de la herencia recibida. La denominada “querella entre los antiguos y los modernos” señala este punto de inflexión, el momento en el que, la autoridad atribuida a dicha herencia por el hecho de haber sido transmitida y admirada, generación tras generación, se volatiliza en beneficio del novum que representan los modernos con su afirmación del progreso histórico.
Es precisamente porque Ortega comparte esta perspectiva, esto es, porque está convencido de que uno de los principios fundamentales para la construcción de la historia es el de que “el hombre constantemente hace mundo, forja horizonte” (La idea de las generaciones), por lo que, ya en el siglo XX, puede atribuir protagonismo a esos sucesivos coetáneos que van constituyendo las diferentes generaciones, cada una de ellas con su propio universo de representaciones y, en consecuencia, de actitudes y valores. Frente a ambas posiciones, premoderna y moderna, el desplazamiento que ha introducido en nuestros días la aceleración generalizada consiste en que el cambio de mundo ha empezado a producirse en el seno de una misma generación. Podemos discutir si ello debería llevarnos a introducir nuevas categorías, tipo microgeneración o similares, o bien a abandonar directamente y por completo la perspectiva generacional como tal. Pero lo cierto es que lo que veníamos llamando “brecha generacional” ya no introduce elementos disruptivos entre aquellos a quienes les separaban bastantes años, sino entre aquellos que casi tienen la misma edad. O si prefieren formularlo de una forma en la frontera de la exageración: en breve, al vertiginoso ritmo al que vamos, la brecha ya no tendrá lugar entre padres e hijos, sino entre hermanos.