Escrito en las paredes de la memoria
Estamos ante una escritura autobiográfica, donde más que datos concretos penetramos en lo que podemos llamar el alma o el aliento de la vida de Myriam Moscona
⁄Recuerdos, sueños, imaginación activada por las lecturas, todo contribuye a la libertad de estas ‘memorias’
Resulta arriesgado escribir una reseña desde el entusiasmo y doblemente difícil cuando hay un conocimiento personal del escritor. A Myriam Moscona Yosifova (Ciudad de México, 1955), poeta, novelista, periodista y traductora, la descubrí entusiasmado con su libro de poesía más celebrado, Negro marfil (2000), y, más tarde, con su no menos celebrada novela Tela de seboya (2012). Fue conductora del noticiario cultural
Nueve y treinta, del Canal 22 de la televisión mexicana, al que fui invitado a participar en un par de ocasiones. El hecho de que uno de mis hijos sea judío y el haber sido invitado a Sofía con ocasión de dar el nombre de Sergio Pitol a la biblioteca del Instituto Cervantes me han acercado más a ella, de padres judíos que hablaban búlgaro y de una abuela que hablaba ladino. Su libro de poemas
Asina está escrito en judeoespañol, y el ladino está plenamente integrado en su narrativa, siempre en busca de los orígenes. Porque estamos ante una escritura autobiográfica, aunque lo es de un modo muy especial, donde más que datos concretos penetramos en lo que podemos llamar el alma o el aliento de su vida y de un pasado que recupera, no sólo regresando a los lugares, sino a través de los recuerdos, por más que, en esta búsqueda del significado oculto de las cosas, “la memoria duele”.
Y esto es León de Lidia: dolor, intimidad, revelación, apariciones y desapariciones. Yosef, la narradora, está condenada a los pensamientos recurrentes, escucha diálogos en sus paredes cerebrales, está agotada de vivir consigo misma, su mente enloquece, los sueños forman parte de su realidad. Todo ello explica la estructura de la novela. Se ha dicho que es fragmentaria, y ella misma ha dicho que “en la narrativa vengo de la tradición de la poesía, que tiene por naturaleza un perfil fragmentario”. No. Como en el caso de Elio Vittorini, hay una búsqueda del origen que obliga a los desplazamientos, que si en el autor siciliano ha dado título a una novela suya, Las ciudades del mundo, aquí están Ciudad de México, con la calle Hornos, donde vive la narradora Margo Glantz, judía de origen ucraniano, Sofía o Montreal. Cuando viaja escribe una postal imaginando que al recibirla será de su padre, que murió cuando ella tenía ocho años y que tuvo una experiencia terrible al dar la orden de matar a un joven soldado alemán y se siente el autor intelectual de su muerte. De su madre recuerda cómo le mencionó a su psicodentista, que no es otro que el psicoanalista Arturo.
Ella le habla de su vida, de la amiga pintora que se mostró desnuda al ventanal de enfrente con una oficina llena de hombres. La abuela Esther Benaroya guarda el edicto de expulsión de España de los judíos de los Reyes Católicos. Mayor protagonismo tiene la Tante Blanche, a la que “encuentra ahora en su recuerdo”. Precursora de la infidelidad en la familia, fue adúltera y el marido hacía la vista gorda. Es feliz viviendo su vida secreta y siempre está leyendo. Una pasión por la lectura que comparte con Moscona. A lo largo del libro se mencionan, a menudo acompañados de citas, la Ilíada ,la Eneida¸ San Juan, Santa Teresa, el Quijote, Quevedo, Ekaterina Yosifova o Thomas Mann, Freud, los músicos Schubert o Sibelius, cineastas, o pintores como Picasso, “siniestro con sus parejas”.
Recuerdos, sueños, imaginación activada por las lecturas, todo contribuye a la libertad de estas memorias , a las amenas sorpresas con las que se encuentra el lector, fenómenos, motivos recurrentes, como la caca de pájaro que cae del árbol o los días que se deshacen como nubes. Delirante prosa llena de imaginación y humor. /