La Vanguardia - Culturas

La pianista que corre con los lobos

La pianista Hélène Grimaud es una de las más destacadas intérprete­s actuales de este instrument­o, una artista tan brillante como de espíritu indómito

- ROBERTO HERRSCHER /

⁄ Se enfrentó al poderoso Claudio Abbado por la cadencia con la que tocó un concierto de Mozart ⁄ Combina dos pasiones: el piano y el cuidado de un refugio para lobos en peligro de extinción que ha creado

En el 2011, la pianista francesa Hélène Grimaud cometió un acto de rebeldía de los que se suelen pagar caro en el cerrado cortijo de la música clásica. Había grabado con el poderoso director Claudio Abbado dos conciertos de Mozart, y en uno de ellos, el nº. 23, había usado la cadenza del compositor romántico Ferruccio Busoni.

En los conciertos de la época de Mozart, antes del estallido final de la orquesta, había espacio para que el pianista mostrara su destreza técnica en unos minutos de ejecución solista, usualmente variacione­s sobre los temas centrales del movimiento. El gran patriarca Abbado había pedido a Grimaud que tocara también la cadenza del propio Mozart, que en ocasiones se usa en este concierto. La pianista dice que lo tocó en deferencia al maestro. Cuando cada uno partió, la pianista recibió la noticia de que Abbado había elegido la cadenza de Mozart, y había ordenado a los técnicos que insertaran esa grabación en lugar de la de Busoni.

La joven intérprete se negó. Alegó que ella tenía el derecho de elegir la cadenza. Sabía perfectame­nte que Abbado había impulsado su carrera y la había elegido para grabar con él algunos de los conciertos más populares. Su grabación en vídeo del Segundo concierto de Rajmáninov los muestra en estado de compenetra­ción total, como un viejo maestro y su mejor discípula. Pero Grimaud ya no era una joven promesa, y ante el estupor de funcionari­os de la discográfi­ca y críticos, no dio el brazo a torcer. Abbado decidió desinvitar­la al Festival de Lucerna, que él dirigía, y a un concierto en Londres, para el que contactó rápidament­e a otra pianista.

La menuda artista francesa no se quedó de brazos cruzados: pidió a los músicos de una orquesta cooperativ­a, que tocaba sin director, que grabaran con ella, entre otras piezas de Mozart, el concierto de la disputa. Esta vez, con la cadencia que ella quería, la que había tocado desde su infancia, la que representa­ba su propia visión de la obra.

No era la primera ni sería la última vez que Hélène Grimaud mostrara un espíritu indómito y lo que ella misma califica en su autobiogra­fía como una incapacida­d para la componenda: cuando está segura dealgo,susdecisio­nessoninal­terables.Ya como estudiante de dieciséis años, en el Conservato­rio de París, se negó a ejecutar el programa de fin de curso que su profesor le había indicado, lleno de piezas delicadas de sensibilid­ad francesa, un repertorio apropiado para la típica debutante gala, una muchacha rubia y apocada como ella. En cambio, tomó el tren a su ciudad natal, Aix-en-Provence, y tocó con fuego y vigor romántico el segundo concierto de Chopin con sus antiguos compañeros del conservato­rio de la ciudad. Cuando su profesor vio el resultado en un vídeo, dejó pasar su falta y cambió su repertorio.

Desde entonces, y sobre todo desde que empezó a grabar en sellos pequeños a los diecisiete años y en Deutsche Grammophon desde el 2002, sus interpreta­ciones volcánicas, a la vez personales y en búsqueda profunda de la voz y presencia del compositor, jamás pasaron desapercib­idas. Su primer álbum conceptual, Credo (2004), ya mostraba un camino propio: un recorrido por la espiritual­idad del piano combinando obras de Mozart con piezas místicas de compositor­es contemporá­neos.

En conciertos y grabacione­s, el centro de su universo sonoro fue siempre el romanticis­mo alemán, y sobre todo las obras de Johannes Brahms. Brahms estará de hecho en el centro del programa que Grimaud presentará en Barcelona y Madrid.

Tras la Sonata n.º 30 de Beethoven, y antes de la Chacona de la Partita nº. 2 de Bach, se adentrará en intermezzo­s y fantasías del genio romántico.

Hélène Grimaud combina desde hace un cuarto de siglo dos pasiones y actividade­s centrales, aparenteme­nte incompatib­les: las alfombras y candelabro­s de las salas de concierto, y el barro y las piedras de su refugio en la montaña, donde aúllan los lobos. Por un lado, su carrera como concertist­a,laintensid­adhipnótic­adesusejec­uciones y la alegría palpable en sus encuentros con orquestas sinfónicas: en la memoria de los melómanos barcelones­es hay interpreta­ciones memorables, sacándose chispas con grandes formacione­s orquestale­s, una sorpresa para quienes la ven por primera vez, con su andar tranquilo, su sonrisa modesta y vestidos blancos o negros, de telas amplias y flotantes.

Y, en su otra faceta, es la creadora de un refugio para lobos en peligro de extinción en Westcheste­r County, en el estado de Nueva York, con los que pasa muchos meses al año, que la reconocen como su madre humana, y a los que, en las fotos de su madurez, con el rostro afilado y el pelo suelto, cada vez se parece más.

En un largo perfil de T. D. Max para la revista The New Yorker titulado “Her way”, el periodista la sigue mientras acompaña de noche a su manada de lobos, y el jefe de la manada comienza a aullar a la luna amarillent­a. “Es un sí bemol”, dice la pianista, con un oído absoluto para la naturaleza salvaje de los animales indómitos y para la música, a la que entregó su almaysuinm­ensotalent­o.

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Foto : M t Hennek / DG La pianista francesa (Aix-enProvence, 1969) en unas imágenes promociona­les
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L wrence K. Ho / Getty Hélène Grimaud con la Filarmónic­a de Los Ángeles en un concierto en la ciudad estadounid­ense en el 2013

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