La Vanguardia - Dinero

El lujo se aleja de la ostentació­n

En plena euforia de ventas, el sector se debate entre el tirón de los países emergentes y el regreso al valor de la autenticid­ad y la exclusivid­ad

- Mar Galtés

En el 2006, el consejero delegado de un importante grupo de alta costura explicaba con una anécdota en qué consistía el negocio del lujo: “En una fiesta en Boston, un marido se quejaba de que su mujer tenía cientos de zapatos. ‘Y tú te has comprado dos aviones’, le espetó ella. Eso es el lujo: el placer de comprar, tener y poder escoger. Es tener un Porsche, aparcado en el garaje, pero tenerlo. Todos los ricos tienen mucho dinero, y el auténtico placer es poder comprar algo único. Y eso es la alta costura”.

Pero también en esa misma época, un archimillo­nario comentaba en petit comité: “Para mí, que me lo puedo pagar casi todo, el máximo lujo es volver a la tierra”. En ese momento, sus amigos le miraron raro. Pero el mundo ha cambiado (bastante) en estos años. Y el lujo, también. Sigue liderado por esa gran industria del lujo, la que resiste a la crisis, la de las grandes marcas y grandes logos, que bebe de su héritage europeo para satisfacer y hacer felices a los ricos asiáticos y emergentes. Pero también surge con fuerza un nuevo lujo, sobre todo para los ricos del Viejo Continente, impulsado por pequeñas compañías, artesanos, hoteles con encanto, que reivindica­n el valor de la autenticid­ad. Emerge un nuevo elitismo al que no (sólo) se accede con dinero. Incluso se habla del lujo que regresa al valor de la tierra, y se le llama rough luxe (lujo áspero).

Quizás el auténtico lujo actual sea disponer de todo aquello de lo que menos tenemos, lo que más cuesta conseguir. Como el tiempo. Cuando uno es rico, muy rico, quizás a lo que aspira es lo que no puede pagar con dinero (para todo lo demás, Mastercard, como dice el anuncio). Es la eterna dicotomía entre el valor y el precio de las cosas. Pero estas reflexione­s no quitan que el lujo clásico está, o sigue, en auge, con crecimient­os de doble dígito. En el 2011, la cifra estimada por Bain & Co era de un mercado global de 191.000 millones de euros, con crecimient­o del 2011.

“Lo más importante sigue siendo el absolut luxury”, dice Fabrizio Ferraro, profesor del Iese. Los productos de la gama más alta, los top de la relojería, joyería, coches o yates, lo que más compran los asiáticos, rusos, brasileños; en sus países y cuando están de turistas en Europa o en Nueva York. “La mitad de las ventas de lujo en Italia o en Francia son a turistas de países emergentes”, añade Ferraro.

En algunos subsectore­s del lujo, las cifras pueden resultar obs- cenas comparadas con la depresión que rige en ciertas economías, con el galopante desempleo, el mileurismo y los minijobs. ¿Qué fue de esa democratiz­ación del lujo que se convirtió en el himno de la década pasada, de los años de los excesos y el despilfarr­o? Ampliar el mercado proporcion­a masa crítica, convierte en accesible la aspiracion­alidad. Pero también mata la exclusivid­ad.

El lujo clásico no es estático y necesita reinventar­se, necesita adaptarse al gusto oriental sin perder la esencia europea, necesita ser aspiracion­al para el público joven, ampliar mercados para justificar sus rentabilid­ades, todo ello sin dejar de ser elitista. Ahora el lujo aprende un lenguaje moderno y se mete en las redes sociales. El reciente anuncio de Loewe es prueba de ello (y también de que las marcas andan un poco despistada­s, o al menos así puede percibirse por la polémica desata-

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