MALA POLÍTICA, MALA ECONOMÍA
Son éstas horas bajas para el euro. A veces uno oye decir que la fragilidad de la moneda única se explica por ser ésta, a fin de cuentas, un proyecto político, que es como quien dice carente de sólidos fundamentos, incapaz de resistir el juicio implacable de los hechos. Es algo corriente contraponer la falta de consistencia de lo político a la solidez de las consideraciones económicas, lo cual no sólo muestra que el crédito de que gozan los políticos es aún menor que el que disfrutan los economistas, sino también, y sobre todo, es prueba de una curiosa subversión de valores que está en el origen de nuestra difícil situación.
Considerar la política como algo menos serio que la economía es, desde luego, ver el mundo al revés: si el objeto de la política es la construcción de una buena sociedad, que satisfaga las necesidades de sus ciudadanos en todos los órdenes, mientras que la economía, como ciencia de la riqueza, sólo puede dar orientaciones en cuanto se refiere a la satisfacción de las necesidades materiales, entonces la subordinación de la economía a la política es algo que no tiene vuelta de hoja.
Si otorgamos primacía a lo económico es, en el fondo, porque los deseos materiales, habiendo desplazado a otros, ocupan hoy un lugar de honor en una sociedad rica como es la nuestra. No es por casualidad, porque la persecución de la riqueza, algo legítimo dentro de ciertos límites, es, sobre todo, un móvil poderosísimo; tanto, que quien intenta oponerse frontalmente a la atracción que ejerce el interés material yendo en contra de lo que glorificamos con el rótulo de leyes económicas está llamado a fracasar. No hay que olvidar que ese im- pulso económico es también muy útil, porque a él se debe la mayor parte de nuestra prosperidad material. Atarlo al carro del interés de la sociedad es precisamente la tarea del buen político, porque él es el auriga que debe guiarlo.
La necesidad de buena política se hace más patente en tiempos de crisis, cuando despiertan los mejores y los peores instintos. Los malos momentos pueden separar o unir, y que ocurra una cosa u otra depende de la calidad del político. Cuando media el quinto año de la crisis, hay que reconocer que la política de la eurozona no ha estado a la altura.
Empezamos, en el otoño de 2007, con un problema estrictamente económico: repartir una enorme masa de deuda, respaldada por unos activos completamente insuficientes, es decir, la definición misma de una burbuja. ¿Por qué un reparto y no un pago según la letra estricta de los contratos? Porque los deudores no pueden hacerse cargo de la totalidad de la deuda, y porque donde ha habido un deudor demasiado optimista también ha habido
Tras casi cinco años en crisis, la realidad es que la política de la eurozona no ha estado a la altura
un prestamista irresponsable, así como reguladores negligentes.
Una preocupación, voluntariamente exagerada, por la estabilidad del sistema financiero se ha servido del caso de Grecia como pretexto, para convencer a la opinión pública de que el origen de la crisis es la falta de responsabilidad de los gobiernos de los países periféricos y que, por consiguiente, la austeridad del sector público es el tratamiento adecuado. Cuando, en realidad, el aumento de los déficits públicos se debe a la caída de los ingresos y, por tanto, es una consecuencia y no una causa de la crisis.
Para colmo, se ha pretendido justificar ese tratamiento con argumentos de orden moral, de modo que la austeridad ha dejado de ser una medida de política económica para convertirse en un acto de justicia. Así las cosas, las molestias de los ciudadanos de la Europa del Sur, que en muchos casos ya pueden calificarse de sufrimientos, no son sino el justo castigo que se merecen.
Así, la política ha acentuado divisiones y recelos, nacidos de la falta de conocimiento mutuo entre los ciudadanos de la Unión Europea. Los políticos no han estado a la altura de su obligación, que consiste, precisamente, en convencer a cada uno de que vaya un poco más allá de su interés inmediato, y que dirija ese excedente hacia el bien común, o el interés general.
El mal ya está hecho. No es irremediable –casi nada lo es–, pero requiere un cambio en el estilo de gobernar: los que nos gobiernen han de ser capaces de unir, en lugar de profundizar en las divisiones en beneficio propio, puesto que, tanto aquí como en la eurozona, es mucho más lo que podemos ganar con la cooperación que con el enfrentamiento. Para ello hace falta estar convencido de algo muy sencillo: que contamos con los recursos para salir de la crisis si esto es, de verdad, lo que nos proponemos. Porque también se podría querer aprovechar la crisis para nuestros fines particulares: eliminación de competidores, cambio de modelo de Estado, disolución de una unión monetaria incómoda… ya está bien.
El problema de verdad es volver a poner en marcha la economía europea, para que pueda seguir el camino de ir proporcionando a sus ciudadanos un trabajo decente y una vida digna. En la solución, la economía puede desempeñar un papel, necesariamente modesto: de eso quisiera ocuparme en un próximo artículo.