EL ESTADO DE BIENESTAR Y LA CRISIS
El sistema de protección social europeo se ha venido en denominar, de forma algo hiperbólica, Estado de bienestar. Este término está siempre de actualidad porque su desarrollo a gusto de todos nunca acaba de alcanzarse y, además, porque política y Estado de bienestar han acabado entremezclados de forma inseparable. La política europea ha terminado girando alrededor de una especie de puja para ver quien puede ofrecer más ventajas aparentemente gratuitas a los ciudadanos.
Con la crisis, la expansión del Estado de bienestar se ha frenado en seco y, en los países más afectados por el problema de la deuda, como es el caso de España, se está dando marcha atrás con gran escándalo de la oposición, que critica lo que percibe como una campaña contra el Estado de bienestar por el efecto de la austeridad y de los recortes. ¿Qué hay detrás de esta retórica? ¿Es todo ello el comienzo del final del Estado de bienestar como denuncian algunos?
Creo que nos puede ayudar para entender mejor las cosas comenzar con un breve repaso histórico. Hasta la Gran Depresión de los años treinta, el papel del Estado en la economía era muy limitado, de entre el 15% y el 20% del PIB en general. La defensa, la seguridad, la justicia, las infraestructuras y el servicio exterior eran lo básico. La educación y la sanidad tenían, en general, poco peso en los presupuestos públicos. La Depresión infligió tal castigo a la población que los estados tuvieron que hacerse cargo, por primera vez, del bienestar público a gran escala. La Segunda Guerra Mundial remató la necesidad de la intervención estatal ante la ingente tarea de la reconstrucción de la posguerra, especialmente en Europa.
Cuando la posguerra había prácticamente terminado, en los años sesenta, el Estado podría haber vuelto a un papel económico más modesto, como el que había tenido a comienzos del siglo XX, o bien caer en la tentación de convertirse en gestor de la transformación de la riqueza que estaba generando la paz en bienestar para los ciudadanos. El Estado cayó en esta última tentación y se erigió en el ingeniero social de todos.
Es prácticamente imposible que los estados asuman alguna responsabilidad sin politizarla. Esto es lo que ha ocurrido con el Estado de bienestar. Sin reparar en costes ni prestar atención a la demanda real, se han multiplicado las prestaciones sociales, que se han ido convirtiendo en mercancía electoral. El ideal del Estado de bienestar se ha resumido en una frase bien conocida: que el ciudadano lo tenga todo resuelto desde la cuna hasta la tumba.
El Estado de bienestar se ha presentado como la gran conquista de Europa, en una mezcla poco meditada de euforia y orgullo. Se han discutido muy poco los límites y riesgos de este enfoque, con la notable excepción de las pensiones, que se ha visto amenazado por el alargamiento de la vida de las personas y el descenso continuado de la natalidad. La pretendida gratuidad del sistema, estimulada por la propaganda política, esconde la realidad de que el Estado de bienestar se basa en un gran trasvase de recursos de unos contribuyentes a otros, a menudo los mismos, a través del Estado.
Pero el Estado de bienestar no es gratuito, ya que lo pagamos entre todos, y es además caro, muy caro. Lo es por la exigencia de cubrir servicios cada vez más costo-
El Estado de bienestar sólo puede subsistir si sus prestaciones se conceden y cuantifican en función de la renta
sos como la sanidad. Lo es porque la gratuidad total ha hinchado la demanda, sobre la que en muchos casos se ha perdido el control. Lo es porque el monopolio que se ha arrogado el Estado en la provisión de muchos servicios sociales ha imposibilitado la competencia y, por ello mismo, la presión a la baja sobre los costes que esta acarrea. Y lo es porque el Estado ha entrado en un delirio de subvencionarlo todo.
Es evidente e innegable que el Estado de bienestar ha generalizado cuidados y servicios a los ciudadanos a los que estos difícilmente hubieran podido acceder tan rápida y masivamente. Pero, a mi juicio, los efectos negativos de los excesos del Estado de bienestar sobre el sistema económico y social de los estados europeos han sido muy profundos.
Entre los efectos negativos más importantes destacan los siguientes: el notable descenso del ahorro de las familias como consecuencia de la creciente seguridad personal que perciben y que ha convertido la prosperidad en consumismo; la erosión de la responsabilidad hacia uno mismo y hacia los demás al haberla asumido, en esferas importantes, el Estado; la consiguiente hipertrofia de los derechos del ciudadano a todo con la ilusión de que el responsable de colmar estos derechos al bienestar es el Estado y no los contribuyentes, lo que alimenta, sobre todo en países con sistemas fiscales poco progresivos como el nuestro, una elevada dosis de injusticia social, y las exageraciones del Estado de bienestar han conducido a una ciudadanía adicta a las ayudas públicas y cada vez más inerme para defenderse por sí sola. Es decir, cada vez más adicción a la golosina política y menos interés por el esfuerzo.
La crisis ha evidenciado la inviabilidad del Estado de bienestar tal como se ha practicado. Los recortes en las prestaciones y el copago de servicios son la consecuencia más evidente. Con un crecimiento anímico o nulo, cuando no negativo, unos mercados financieros poco sensibles al gasto social, una economía internacional globalizada y extremadamente competitiva y unos estados europeos excesivamente endeudados, el Estado de bienestar en su forma actual es insostenible. Si Europa hubiera apostado más por la responsabilidad y el esfuerzo de sus ciudadanos, en lugar de llenarse la boca con un Estado de bienestar, que por cierto fuera de nuestro continente nadie ha querido imitar, seguramente las cosas hubieran ido de otra forma.
A pesar de los muchos errores cometidos, no creo que el Estado de bienestar deba desaparecer. Pero sí que hay que redimensionarlo. La gratuidad y universalidad absolutas son impracticables. Creo que ciertas tendencias que ya se dibujan en la actualidad son inevitables e incluso deseables. Es el caso, por ejemplo, del copago de ciertos servicios; también puede ser un elemento de reducción de costes la introducción de mayor competencia con la coparticipación, en algunos casos, del sector privado.
Creo, en definitiva, que el Estado de bienestar futuro sólo puede subsistir si sus prestaciones se conceden y cuantifican en función de los niveles de renta de los usuarios. A fuer de generosidad política, el Estado de bienestar ha acabado siendo un sistema poco equitativo.