La solución se llama Keynes
Krugman desmonta la retórica de la austeridad y dice que un mayor gasto acabaría pronto con la crisis
Falacias, engaños, mentiras... El premio Nobel de Economía Paul Krugman no se anda por las ramas en el libro ¡Acabad ya con esta crisis! a la hora de calificar las ideas y políticas que han prevalecido en los últimos años para afrontar la crisis económica en Estados Unidos y la Unión Europea. Y es que, recuerda, tras las iniciales respuestas keynesianas, con políticas fiscales y monetarias expansivas para limitar los daños ante el hundimiento, se pasó en el año 2010 a la obsesión por la austeridad pese al gran desempleo, tirando así por la borda unos cuantos manuales de economía y desoyendo las lecciones de la historia.
Así, desde que la OCDE comenzara en el 2010 a aconsejar a los países austeridad, sólo Estados Unidos no siguió el consejo, por lo menos no totalmente. Sí lo hicieron Gran Bretaña y la zona euro, donde las “doctrinas de la austeridad expansiva” hicieron furor aunque no sean lógicas: las políticas de contracción que fían la solución al aumento de confianza de los mercados suponen, en la práctica, una contracción. Un error. Porque para el profesor es obvio que aunque no estemos hoy en el mundo de la Gran Depresión, sí vivimos la situación que Keynes describía en los años 30: “Un estado crónico de actividad inferior a la normal durante un periodo de tiempo considerable, sin tendencia marcada ni hacia la recuperación ni hacia el hundimiento completo”. Y de ahí, dice Krugman, sabemos salir. Como dijo Keynes, “el auge, y no la depresión, es la hora de la austeridad”. Así que, añade, el Gobierno debe gastar más hasta que el sector privado pueda impulsar la econo- mía, ya que el problema actual es de grave falta de demanda.
Otra cosa, apunta, será corregir las causas de la crisis: desde el enorme incremento de los niveles de deuda en algunos países, a la equivocada desregulación bancaria y a la enorme desigualdad en los ingresos, que habría arrastrado a un consumo excesivo por imitación a grandes capas de la población, endeudándolas hasta las cejas. También habría que cambiar, cree, cierta sociología académica irracional que ha convertido el desarrollo del capital del país en el producto secundario de la actividad de un casino.
Pero en cuanto a la depresión actual, dice, es fundamentalmente gratuita. Se puede acabar con la crisis más fácilmente de lo que nadie imagina centrándose en el empleo y en el ahora. En EE.UU. hace falta un nuevo plan de estímulo fiscal, porque los que hubo se quedaron cortos, aunque salvaron al país de lo peor. Entre otras medidas habría que aceptar una inflación del 3% o 4%, establecer un plan de refinanciación de las viviendas a gran escala y tener una actitud más dura con China y su manipulación de las divisas
En cuanto a Europa, para Krugman lleva “un pie de ventaja en la carrera hacia el desastre”. Para salvar al sur, Alemania debería llevar a cabo un estímulo fiscal y aceptar que se cree inflación –también hasta un 3% o 4%– en la zona euro a partir de una política monetaria muy expansiva por parte del BCE. Porque, dice, la retórica de que la deuda no puede curar un problema causado por la deuda es falsa. Al endeudarse el Gobierno para crear actividad, los deudores particulares tiene dinero para cancelar en parte sus deudas y volver a consumir. El nivel de deuda global es el mismo, pero los problemas de la economía se reducen. Así acabó la Segunda Guerra Mundial con la Gran Depresión: el enorme nivel de gasto público hizo que los agentes privados salieran de la guerra con pocas deudas.
La inflación tampoco asusta a Krugman mientras la economía está en depresión. Lo que sí es funesto, dice, es seguir con teorías moralistas que ven justo el sufrimiento por los pecados pasados. Krugman recuerda un discurso del ministro de Finanzas alemán, Wolfgang Schäuble –que en su momento puso de ejemplo de crecimiento la España enladrillada de Aznar–, en el que su mujer le susurró a media charla: “A la salida, nos darán un látigo para que nos fustiguemos”. Penas por pecados que, recuerda, con la excepción quizá de Grecia, no se produjeron, porque España o Irlanda tenían superávit fiscal.