LAS CARTAS SOBRE LA MESA
En una reciente conferencia pronunciada en el Círculo de Economía, el profesor Joaquim Muns deploraba que, en los debates que tienen lugar el seno de la Unión Europea, los participantes –en particular los de los países más poderosos– den muestra de una aversión casi patológica a mostrar sus cartas. Quisiera hoy corroborar su afirmación con un ejemplo que nos afecta.
Nuestra situación actual es el resultado del final de una burbuja: esta ha sido la causa de la recesión que se inició en el 2009 y que aún continúa. La burbuja, además de provocar la recesión, ha dejado un rastro mucho más duradero: los activos objeto de la burbuja, construcciones y terrenos, han perdido gran parte de su valor; y, peor aún, los recursos humanos empleados en su producción están hoy desempleados, y con escasas perspectivas de empleo, no sólo porque la demanda esté deprimida, sino sobre todo porque los recursos, principalmente los humanos, se reciclan con mucha dificultad.
Este desajuste entre demanda y oferta de trabajo persistirá aunque se anime la coyuntura, y será, en buena parte, insensible a las medidas de estímulo al crecimiento que puedan adoptarse. Esta es la principal razón por la que, si bien podemos augurar un final de la recesión en un horizonte no demasiado lejano, no cabe esperar, a diferencia de lo ocurrido en episodios anteriores, una rápida recuperación.
Pero no hay que olvidar otro legado de toda burbuja: una enorme cantidad de deuda, cuyo pago es necesariamente dudoso. Nuestro caso no ha sido una excepción, con el agravante de que esta vez los principales acreedores son las entidades financieras de algunos de nuestros socios de la eurozona. Las cifras son bastante conocidas: debemos al resto del mundo el equivalente a tres veces nuestro producto interior bruto de un año como este. Si descontamos de esa deuda la parte que no comporta una obligación directa de pago –las acciones propiedad de extranjeros, por ejemplo– la cifra queda reducida al 165% del PIB. De esta enorme cifra, aproximadamente la mitad es deuda pública, la otra mitad es privada.
El servicio de la deuda privada, a un modesto interés del 5%, supondría transferir al ex- tranjero anualmente el equivalente del 4% del PIB. No es realista pensar que las entidades privadas puedan generar un excedente de esa magnitud.
No hay que pensar que en esto sea España un caso especial, porque al final de toda burbuja, y de todo pánico bancario, aquí y fuera, las autoridades han debido elegir entre otorgar una moratoria de deuda y liquidar el sistema financiero, y la elección siempre ha sido la misma: preservar el sistema financiero. Esta vez, sin embargo, la eurozona parece haber decidido, tácitamente, que las entidades bancarias no quiebran, y que la deuda se paga. El razonamiento anterior y la experiencia histórica sugieren que las dos cosas a la vez no podrán ser.
EL PROBLEMA DE LA DEUDA
¿Por qué no se aborda, pues, el problema de la deuda? Algunas de las razones que a veces uno escucha no tienen mucho peso: las deudas se pagan, sí, pero la deuda privada tiene un riesgo implícito, con el que han de correr deudores y acreedores. Los deudores han cargado con buena parte del ajuste: por ejemplo, algunas entidades financieras españolas cotizadas, cuya supervivencia no está en duda, han perdido hasta el 80% de su valor de hace cinco años, han reducido sus beneficios, su plantilla y su red; no sería injusto que los acreedores corrie- ran con una parte del ajuste sin llegar a poner en peligro su solvencia. La reestructuración se aplicaría sobre una deuda ya existente y bien identificada, y no supondría, como algunos dicen, el inicio de un flujo de transferencias entre países acreedores y deudores, de modo que resolver este asunto no tiene nada que ver con una hipotética unión fiscal.
Por último, pensar que si el problema de la deuda privada se arreglara nuestras entidades vol- verían a las andadas inmediatamente es una hipótesis que no tiene mucha base: la memoria de la Gran Depresión tardó una generación en borrarse de los mercados financieros de EE.UU..
Si nuestros acreedores no se avienen a repartir costes ¿no se volverá a repetir un episodio como este? La respuesta es sí, aunque probablemente en otro sitio, a menos que se aborde en serio la reforma del sector bancario.
Para que la próxima burbuja –que nacerá tarde o temprano– no tenga unos efectos tan terribles como esta, la clave está, probablemente, en que el sector bancario tenga una regulación común, un supervisor único y mecanismos para atajar rápidamente cualquier conato de pánico: estos son los objetivos de la unión bancaria, algo que no se logrará a corto plazo.
Pero esperar a esa unión bancaria para arreglar el problema de la deuda privada de la eurozona es perpetuar una situación de fragilidad que constituye un obstáculo a la recuperación. Si los acreedores tienen una idea mejor que la que sugieren estas líneas, deberían, para tranquilidad de todos, decirnos cuál es. De otro modo, es imposible que reine la confianza que debería hacer posible, si no avanzar en la construcción europea, ya que en estos momentos cualquier avance parece impracticable, por lo menos mantener vivo el proyecto.