LA RESPONSABILIDAD POR DEUDAS EN CASO DE CONCURSO
El entorno de crisis y la persistente restricción en el acceso al crédito por parte de las empresas hace que muchas de ellas se encuentren en la actualidad con fuertes tensiones de tesorería. Nuestra legislación concursal impone a los administradores la obligación de solicitar el concurso en un plazo de dos meses desde que la empresa se halle en situación de insolvencia. Se trata de una obligación que los administradores y consejos de administración deben tener muy presente, pues su incumplimiento lleva aparejada la presunción de que han actuado con dolo o culpa grave, lo cual a su vez, si el concurso es declarado culpable y concluye en la liquidación de la empresa, puede comportar que los administradores sean declarados responsables del pago de las deudas que no han sido satisfechas con el producto de la liquidación de los activos. Se trata de una regulación de singular severidad, generadora de una lógica inquietud que se ve agravada por dos fuentes de inseguridad jurídica.
La primera viene derivada de la determinación del momento en que la empresa debe ser considerada en estado de insolvencia y, por tanto, el momento en que empieza a computar el plazo de dos meses para presentar el concurso. Como criterio general, la ley considera que se halla en estado de insolvencia el deudor que no puede cumplir regularmente sus obligaciones exigibles, estableciéndose determinados supuestos en los que se presume ese estado. Algunos de ellos son claros y fácilmente controlables por los administradores: el retraso de más de tres meses en los pagos a trabajadores, seguridad social u obligaciones tributarias. Pero hay otro, el llamado sobreseimiento general de pagos, que queda enunciado, pero no claramente determinado por la ley. La inseguridad jurídica surge porque los tribunales no tienen un criterio claro al respecto. ¿Se hallará la empresa en esta situación si está retrasando el pago a los proveedores? Si el retraso es consentido por los acreedores la respuesta sería negativa, sujeto lógicamente a que el deudor pueda probar dicho consentimiento. ¿Pero qué sucede si, como ocurre con frecuencia, el retraso no es consentido, sino simplemente soportado por los acreedores? Hay pronunciamientos judiciales que consideran que un retraso inconsentido en el pago del 5% del pasivo indica el sobreseimiento general de pagos, pero el criterio no es ni mucho menos unánime. Si bien se trata de un tema complejo, donde es preciso valorar las circunstancias específicas de cada caso, sería deseable contar con un criterio más previsible.
Hay una segunda fuente de inseguridad que viene provocada por la indefinición legal en cuanto a los criterios que seguir para atribuir a los administradores la responsabilidad por las deudas no atendidas. La ley Concursal establece que el juez podrá condenar a todos o a algunos de los administradores al pago de dichas deudas. El debate surge en torno al criterio para determinar en qué supuestos debe imponerse dicha condena, a qué administradores habrá que condenar si no son todos y de qué parte de las deudas deben responder los administradores condenados. Una línea jurisprudencial que se abrió paso en la Audiencia Provincial de Barcelona establecía que, para determinar la cuantía de la condena y las personas que tienen que responder, debe existir un nexo de causalidad entre el particular comportamiento culpable y el impago de las deudas. Ese es el criterio seguido en Derecho francés, que es el que cuenta con la norma más parecida a la nuestra. Así, si un concurso fuera declarado culpable por el retraso injustificado en su presentación, los administradores podrían ser condenados en la medida en que ese retraso hubiera incrementado el pasivo. O si se ha cometido una importante irregularidad contable, procedería responder de las deudas que se generaron o renovaron en la confianza de que la con- tabilidad representaba la imagen fiel. Frente a ese criterio, la Audiencia Provincial de Madrid opuso el de considerarla una responsabilidad por deudas, aplicable de forma automática en caso de que se dieran los presupuestos anteriores: declaración de culpabilidad y liquidación de la sociedad.
La cuestión debe acabar de dilucidarla el Tribunal Supremo, quien todavía no ha adoptado una posición clara. Por un lado reconoce de forma explícita que la condena no viene necesariamente aparejada a la declaración de culpabilidad, sino que debe darse una condición adicional. Pero parece imponerse el criterio de que no es el nexo causal lo que debe determinar la condena, sino la apreciación judicial de las circunstancias específicas de cada caso. El problema de esta aproximación es que lo fía todo a la discrecionalidad del juez de lo Mercantil, discrecionalidad que, además, por basarse en la valoración de la prueba, es difícilmente revisable en ulteriores instancias.
Con todo el respeto que merece el Tribunal Supremo, considero que dicha jurisprudencia debiera corregirse, toda vez que puede conducir a resultados injustos y, en todo caso, genera una fuerte inseguridad jurídica que en nada favorece a la actividad empresarial. No es que desconfiemos del criterio de los jueces de lo Mercantil, que han demostrado sobradamente su capacidad y diligencia, sino que fiarlo todo en la discrecionalidad del juez, sin determinar los criterios que deben guiar su decisión, puede dar lugar a pronunciamientos discrepantes para situaciones similares, lo cual como hemos dicho resulta injusto y económicamente ineficiente.
El tema no está definitivamente cerrado, pues, por un lado, la jurisprudencia indicada deja abierta la puerta a la aplicación del criterio causalista en determinados supuestos y, por otro, en el propio Tribunal Supremo hay quien defiende el criterio que en su día siguió la Audiencia Provincial de Barcelona. Es al respecto particularmente relevante la sentencia de 21 de mayo del 2012 en la que se pronunció un voto particular muy bien elaborado que fija el criterio que a mi entender debiera seguirse.
El problema se enmarca en una peligrosa tendencia imperante en nuestro entorno a penalizar al empresario fallido, que en nada favorece el clima necesario para la legítima y deseable asunción de riesgos que comporta la actividad emprendedora.
Sería pues muy deseable que nuestro Alto Tribunal redireccionara su criterio, pues ello redundaría a favor de una seguridad jurídica que los empresarios y la sociedad en general necesitan, particularmente en tiempos de turbulencia como los actuales.