Momentos dolorosos contables
El caso de Hollande recuerda la inexistencia de una línea divisoria entre lo privado y lo público
Cada vez que el futuro Nobel de Literatura Seamus Heaney salía de casa en su Ulster natal, su madre, una mujer sensata en una Irlanda convulsa, aconsejaba a su hijo con estas palabras: “Digas lo que digas, no digas nada”. Ahora, tras saber de las escuchas perpetradas por espías a escala mundial, las sabias palabras de la señora Heaney tienen más vigencia que nunca. Deberían ser grabadas en las paredes de los despachos de todo dirigente que alegremente siga utilizando su smartphone y cuentas de Facebook o Twitter. ¿Acaso las revelaciones de Edward Snowden no han servido para que perdiera este mundo lo que le quedaba de su ciberinocencia?
Ya casi no pasa día sin que se sepa de otro escandaloso caso de escuchas ilegales. Un insaciable interés morboso por (con) seguir las conversaciones privadas, con sus tacos y pequeñeces, de gente a punto de caer en desgracia, mantiene a flote a algunos medios de comunicación y a algún que otro gobierno.
Una foto de François Hollande sacada por Sébastien Valiela ha logrado –además de aportarle al indiscreto paparazzo un montón de dinero y a la revista que la publicó– causarle al presidente de la República Francesa unos “momentos dolorosos”. Pero es de temer que la foto de marras no es más que el aperitivo, pues no sería en absoluto extraño que pronto pudiéramos leer y oír conversaciones intimas entre Hollande, Valérie Trierweiler (sopesa escribir un libro) y la joven actriz Julie Gayet. Hace ya algún tiempo que se borró la línea divisora entre lo privado y lo público. El confesionario es hoy un plató de televisión.
Bien lo sabe el actor británico Jude Law, pues acaba de enterarse en un juicio celebrado en el Old Bailey que una pariente suya cobraba a cambio de facilitar cotilleos a News of the World (también conocido como NoW), el difunto dominical centenario de Rupert Murdoch que murió ahogado en su propio vómito.
Publicaron hace un par de años el diputado laborista Tom Watson y el periodista del The Independent Martin Hickman un libro sobre las delictivas prácticas de News Corporation, el imperio multimedia creado por Murdoch que tanta corrupción ha generado en el Reino Unido. Watson se cuen- ta entre el millar largo de víctimas de las escuchas ilegales ordenadas y pagadas por NoW. Que News Corporation llegara a ejercer tanto poder sobre la política británica dice bien poco a favor de un país tan dado a vanagloriarse de su vetusta democracia.
Se desprende del libro que, más que las urnas, han sido decisivos desde hace muchos años los periódicos sensacionalistas y las cadenas de televisión del magnate Murdoch en la elección de cada nuevo inquilino del número 10 de Downing Street. Y nadie ignora la existencia de la estrecha amistad y los intereses compartidos entre Murdoch, Tony Blair y la periodista pelirroja Rebekah Brooks, al menos hasta el estallido del escándalo que provocó el cierre definitivo del NoW.
Ni siquiera el matrimonio de Murdoch con Wendi Deng salió indemne de tanta podredumbre. El pasado mes de noviembre, ya finiquitado el costoso divorcio, la prensa británica aseguraba que pudo haber estado motivado por un affaire entre Deng y Tony Blair. En diciembre, el Mail on Sunday ya podía contar que Murdoch había encontrado un nota escrita por Deng, en la que decía estar “colada por Blair”. De nuevo, sería raro que esta jugosa historia acabara aquí. Los verdugos de ayer son las víctimas de hoy.
El actual premier británico, David Cameron, también ha vivido peligrosamente en la órbita de
¿Acaso las revelaciones de Snowden no han servido para que el mundo perdiera su ‘ciberinocencia’?
Murdoch. Sin ir más lejos, nombró como su primer jefe de prensa a Andy Coulson, que había sido el director de NoW nada menos que en la época más activa de las escuchas ilegales. Con la venia de Cameron, Murdoch estuvo en un tris de hacerse con el control de BSkyB, circunstancia que le hubiera proporcionado una inmensa concentración de poder mediático –y político– tanto en Gran Bretaña como en el resto de Europa; y de paso habría ampliado su vasto imperio ultramarino anglófono.
La concentración de tanto poder mediático en las manos de un solo hombre es una de las lacras de la desigualdad. Ya ha pasado con el magnate y exmandatario Silvio Berlusconi; por no hablar de Beppe Grillo, su díscolo ciberepígono. El fundador de Amazon, Jeff Bezos, compró en agosto The Washington Post por 250 millones de dólares en efectivo; poco más que calderilla para un supermillonario como él. Tal vez los magnates de Silicon Valley ya intuyen que sus chismes y redes sociales podrían no ser más que una moda pasajera, que algún día se hartarán los usuarios de tanta invasión de su privacidad.
En el Perú, además de poseer un canal de cable y el canal de televisión de señal abierta más vista, el grupo Comercio se ha hecho con el control de casi el 80% de la prensa escrita. Personas co- mo el escritor Mario Vargas Llosa cuestionan si tan apabullante dominio de los medios puede coexistir con la libertad de información y el derecho de crítica. Pero no sólo son los medios latinoamericanos los que sufren los embistes de gobiernos populistas o autoritarios. La situación no es mejor en Rusia o China. Ambos países andan muy necesitados de unos medios libres capaces de denunciar los flagrantes casos de corrupción y la vulneración de derechos humanos.
A estas alturas no se sabe si Murdoch aprendió de la NSA (la Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos), o si acaso no habrá ocurrido al revés. Ha dicho Barack Obama, luego de las revelaciones de Snowden, que “la libertad no debe depender de las buenas intenciones de quien está en el poder, sino de la ley que restringe ese poder”. Podía haber añadido: “Y en la estricta e imparcial aplicación de esta”. Pero hasta que esto sea una realidad, más vale hacerle caso a la señora Heaney.