La desigualdad futura
Nada permite prever una reducción de la desigualdad dentro de cada país por el mero juego de las fuerzas económicas”
En un artículo anterior publicado en estas mismas páginas ( Historia de la desigualdad, 10-VI-2014) trataba de la evolución de la desigualdad a lo largo de nuestra historia, siguiendo los trabajos de Branko Milanovic. Ponía de relieve no sólo los cambios introducidos por la revolución industrial, cuando empezaron a aparecer los países ricos y los pobres, sino los cambios recientes en la composición de la desigualdad.
Si antes bastaba con conocer la clase social a la que pertenecía un individuo cualquiera para hacerse una idea de sus ingresos, hoy la mitad de la distancia que media entre los ingresos de dos habitantes del planeta se explica por su país de residencia. En terminología de Milanovic, la “localización” es tan importante como la “clase social” para determinar la posición de un individuo en la distribución mundial de la renta.
¿Cómo será el futuro: seremos más o menos iguales que hoy? No perdamos el tiempo en la búsqueda de leyes generales, porque los que entienden de esto lo desaconsejan; es mejor observar algunos hechos de interés, aunque ello abra la puerta a nuevas preguntas.
Empecemos por la desigualdad entre países, la distancia que separa los niveles de renta per cápita de los países. Esta sigue siendo altísima –más elevada que la desigualdad dentro de un mismo país cualquiera–, aunque muestra signos de disminuir a medida que los países más pobres van alcanzando a los más ricos. La renta per cápita de España está hoy más cerca de la de Estados Unidos de lo que estaba en 1950.
Esta convergencia se generaliza a partir de la segunda mitad del siglo pasado cuando Europa (el norte primero y el sur más tarde), Japón y los tigres asiáticos, parte de Latinoamérica, hoy China y la India, se van acercando, a distintas velocidades, al nivel de Estados Unidos. Es un fenómeno bastante general, pero no universal, ya que hay países que no parecen haber despegado, y algunos incluso han retrocedido.
No vayamos a pensar que esa convergencia se produce de forma automática, por el mero hecho de liberalizar el comercio o de permitir la entrada de inversión extranjera. Depende ante todo de lo que podríamos llamar la gobernación de cada país. Los que han logrado converger hacia los más ricos son a menudo aquellos cuyo gobierno ha hecho del crecimiento su prioridad y ha sabido transmitir, o imponer, esa prioridad a la ciudadanía.
LA DESIGUALDAD INTERNA
¿Y dentro de cada país? ¿Nos hemos vuelto más igualitarios, cada cual en su casa? La respuesta hubiera sido afirmativa hasta más o menos el último cuarto del siglo pasado. Desde entonces la desigualdad ha tendido a aumentar en la mayoría de países. En ese aumento influye decisivamente la evolución de los salarios, donde se observa, en los países avanzados, el acceso de una cierta clase profesional a los puestos más altos de la distribución, reservados antaño a los capitalistas puros, y a la vez el curioso fenóme- no del vaciado de las clases medias.
Si ordenamos la población según su capacitación profesional, resulta que tanto el empleo como los ingresos han ido creciendo en ambos extremos, entre los que desempeñan tareas de poca cualificación y los de cualificación más alta, mientras que en el centro, donde se sitúan el grueso de los empleos administrativos y algunos industriales, empleo e ingresos han descendido, víctimas de la automatización algunos y de la globalización otros. Esa llamada polarización de los ingresos contribuye, naturalmente, a aumentar el grado de desigualdad dentro de cada país.
Como en el caso anterior, la evolución de esa desigualdad no tiene nada de automático. No tiene por qué darse, como resultado del juego del mercado, una tendencia hacia una distribución más equitativa de los ingresos. No es cierto que los países se enriquezcan por ser más igualitarios: Estados Unidos, Hong Kong o Singapur serían ejemplos de gran desigualdad con un nivel de renta per cápita muy elevado.
Es cierto que entre los países más ricos abundan los igualitarios (el índice de desigualdad más bajo corresponde a Noruega), pero también abundan entre los más pobres (Noruega y Uzbekistán, Alemania y Albania tienen índices parecidos). Aunque, claro está, ello se debe a razones distintas: los pobres son igualitarios porque no tienen nada que repartir mientras que entre los ricos la igualdad es el resultado de una política decidida (prestaciones sociales elevadas y una fuerte voluntad redistribuidora).
El resultado de esta ojeada superficial a las perspectivas de igualdad no permite abandonarse al optimismo: no es descabellado esperar que la convergencia entre los niveles medios de renta entre países se vaya extendiendo a medida que amainen los conflictos raciales, sociales y religiosos entre países y dentro de cada país. Por el contrario, nada permite prever una reducción de la desigualdad dentro de cada país por el mero juego de las fuerzas económicas. Como siempre, esa reducción dependerá del empeño que pongan gobiernos y ciudadanos en irla logrando.