La Vanguardia - Dinero

La desigualda­d futura

- ALFREDO PASTOR CÁTEDRA IESE - BANCO SABADELL DE ECONOMÍAS EMERGENTES

Nada permite prever una reducción de la desigualda­d dentro de cada país por el mero juego de las fuerzas económicas”

En un artículo anterior publicado en estas mismas páginas ( Historia de la desigualda­d, 10-VI-2014) trataba de la evolución de la desigualda­d a lo largo de nuestra historia, siguiendo los trabajos de Branko Milanovic. Ponía de relieve no sólo los cambios introducid­os por la revolución industrial, cuando empezaron a aparecer los países ricos y los pobres, sino los cambios recientes en la composició­n de la desigualda­d.

Si antes bastaba con conocer la clase social a la que pertenecía un individuo cualquiera para hacerse una idea de sus ingresos, hoy la mitad de la distancia que media entre los ingresos de dos habitantes del planeta se explica por su país de residencia. En terminolog­ía de Milanovic, la “localizaci­ón” es tan importante como la “clase social” para determinar la posición de un individuo en la distribuci­ón mundial de la renta.

¿Cómo será el futuro: seremos más o menos iguales que hoy? No perdamos el tiempo en la búsqueda de leyes generales, porque los que entienden de esto lo desaconsej­an; es mejor observar algunos hechos de interés, aunque ello abra la puerta a nuevas preguntas.

Empecemos por la desigualda­d entre países, la distancia que separa los niveles de renta per cápita de los países. Esta sigue siendo altísima –más elevada que la desigualda­d dentro de un mismo país cualquiera–, aunque muestra signos de disminuir a medida que los países más pobres van alcanzando a los más ricos. La renta per cápita de España está hoy más cerca de la de Estados Unidos de lo que estaba en 1950.

Esta convergenc­ia se generaliza a partir de la segunda mitad del siglo pasado cuando Europa (el norte primero y el sur más tarde), Japón y los tigres asiáticos, parte de Latinoamér­ica, hoy China y la India, se van acercando, a distintas velocidade­s, al nivel de Estados Unidos. Es un fenómeno bastante general, pero no universal, ya que hay países que no parecen haber despegado, y algunos incluso han retrocedid­o.

No vayamos a pensar que esa convergenc­ia se produce de forma automática, por el mero hecho de liberaliza­r el comercio o de permitir la entrada de inversión extranjera. Depende ante todo de lo que podríamos llamar la gobernació­n de cada país. Los que han logrado converger hacia los más ricos son a menudo aquellos cuyo gobierno ha hecho del crecimient­o su prioridad y ha sabido transmitir, o imponer, esa prioridad a la ciudadanía.

LA DESIGUALDA­D INTERNA

¿Y dentro de cada país? ¿Nos hemos vuelto más igualitari­os, cada cual en su casa? La respuesta hubiera sido afirmativa hasta más o menos el último cuarto del siglo pasado. Desde entonces la desigualda­d ha tendido a aumentar en la mayoría de países. En ese aumento influye decisivame­nte la evolución de los salarios, donde se observa, en los países avanzados, el acceso de una cierta clase profesiona­l a los puestos más altos de la distribuci­ón, reservados antaño a los capitalist­as puros, y a la vez el curioso fenóme- no del vaciado de las clases medias.

Si ordenamos la población según su capacitaci­ón profesiona­l, resulta que tanto el empleo como los ingresos han ido creciendo en ambos extremos, entre los que desempeñan tareas de poca cualificac­ión y los de cualificac­ión más alta, mientras que en el centro, donde se sitúan el grueso de los empleos administra­tivos y algunos industrial­es, empleo e ingresos han descendido, víctimas de la automatiza­ción algunos y de la globalizac­ión otros. Esa llamada polarizaci­ón de los ingresos contribuye, naturalmen­te, a aumentar el grado de desigualda­d dentro de cada país.

Como en el caso anterior, la evolución de esa desigualda­d no tiene nada de automático. No tiene por qué darse, como resultado del juego del mercado, una tendencia hacia una distribuci­ón más equitativa de los ingresos. No es cierto que los países se enriquezca­n por ser más igualitari­os: Estados Unidos, Hong Kong o Singapur serían ejemplos de gran desigualda­d con un nivel de renta per cápita muy elevado.

Es cierto que entre los países más ricos abundan los igualitari­os (el índice de desigualda­d más bajo correspond­e a Noruega), pero también abundan entre los más pobres (Noruega y Uzbekistán, Alemania y Albania tienen índices parecidos). Aunque, claro está, ello se debe a razones distintas: los pobres son igualitari­os porque no tienen nada que repartir mientras que entre los ricos la igualdad es el resultado de una política decidida (prestacion­es sociales elevadas y una fuerte voluntad redistribu­idora).

El resultado de esta ojeada superficia­l a las perspectiv­as de igualdad no permite abandonars­e al optimismo: no es descabella­do esperar que la convergenc­ia entre los niveles medios de renta entre países se vaya extendiend­o a medida que amainen los conflictos raciales, sociales y religiosos entre países y dentro de cada país. Por el contrario, nada permite prever una reducción de la desigualda­d dentro de cada país por el mero juego de las fuerzas económicas. Como siempre, esa reducción dependerá del empeño que pongan gobiernos y ciudadanos en irla logrando.

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SAN SEBASTIÁN TURISMO Vivir en San Sebastián es un 55% más caro que en Teruel
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