Trampantojos del liderazgo
Entre los grandes gobernantes mundiales ha habido músicos, poetas, cantantes o novelistas
El pasado mes de abril, George W. Bush volvió a asombrar al mundo al inaugurar en el Centro Presidencial George W. Bush de Dallas una exposición titulada El arte del liderazgo: la diplomacia personal de un presidente. Dicha exposición consistía en una muestra de cuadros pintados por el expresidente, entre ellos una veintena de retratos al óleo de líderes que trató durante sus dos legislaturas en la Casa Blanca.
Destacaban por supuesto los de sus colegas de las Azores: Aznar y Blair, así como los de Berlusconi, Putin o el de su padre, el también expresidente George H. W. Bush. Ahora bien, sin ánimo alguno de restarle mérito al tan encomiable como tardío impulso creativo del jubilado mandatario, conste el notable parecido de los retratos con fotografías de los retratados colgadas en Google.
Bush ha confesado que debe su afición nada menos que al ex primer ministro del Reino Unido Winston Churchill, quien, como todo el mundo sabe, no pintaba nada mal. Pero igualmente podía haberse inspirado en varios predecesores en la presidencia como Ulises S. Grant, que además de coquetear con los pinceles era buen escritor y formidable dipsómano; o Eisenhower, otro afanoso discípulo de Churchill en sus ratos libres.
Bien mirado, la exposición de Bush induce a sospechar que tal vez una vena artística forma parte íntegra del arte del liderazgo al que alude en el título de la misma, aunque no necesariamente mediante la destreza en el manejo de los pinceles, pues abundan entre los líderes músicos, poetas, cantantes y novelistas. Acaso es debido a que a los poderosos la creación artística les sirve de válvula de escape, como el golf u otros pasatiempos menos confesables.
Además de pintor aficionado, durante gran parte de su vida Churchill se ganaba la vida como escritor profesional, pero ello en modo alguno quiere decir que escribiera cuanto firmaba. Cuando le dieron el Nobel de Literatura en 1953, sus numerosos y mal pagados negros sintieron, a buen seguro, un escalofrío de orgullo, por la parte –forzosamente anónima– que les tocaba.
En cuanto a Aznar y Blair, antes de entrar en política ambos ambicionaron triunfar como guitarristas en sendos conjun- tos de rock. El del británico se llamaba Ugly Rumours (rumores feos), nombre que, si no le pasó por la mente mientras posaba para la famosa foto en las Azores, quizá lo haga ahora al contemplar lo que está pasando en lo que queda de Iraq.
Y es que en el caso de Blair de casta le viene al galgo ser músico: sus abuelos paternos eran artistas de music hall. Es más: el padre de Cherie Blair, el actor Tony Booth, triunfó en alguna que otra serie de la BBC de los años sesenta. Pero tan distinguido linaje artístico no es nada excepcional entre los inquilinos de Downing Street: los padres del anterior, el conservador John Major, eran trapecistas.
Los ingleses son grandes entendidos en la teatralidad de la vida, pero esta capacidad conlleva un defecto que reside en su habitual incapacidad para distinguir lo amateur de lo profesional. Hay una escena en Lo que queda del día, el filme basado en la novela de Kazuo Ishiguro, en la que el rico y pragmático personaje norteamericano encarnado por Chris- topher Reeve pone en evidencia a sus aristocráticos anfitriones ingleses pronazis al acusarles de ser un hatajo de aficionados. La verdad escuece.
Quizá no sea ninguna casualidad que los líderes visibles de Podemos –el nuevo fenómeno en el escenario político español– ejerzan de politólogos profesionales. O que sean elocuentes, jóvenes y telegénicos. En cuanto al perfil
Además de pintor aficionado, Churchill era también escritor y ganó el Nobel de Literatura en 1953
de los diputados del montón, hay un poco de todo: dominan los letrados, hay algún que otro ingeniero, unos médicos, varios empresarios, periodistas (5) e incluso un agricultor (Cayo Lara) y un actor (Toni Cantó).
Los ministros del presente Gobierno español –o de cualquier otro– no precisan necesariamen- te de conocimientos específicos sobre el departamento que dirigen. Para eso están los asesores; pero cada vez son más y su función a menudo es opaca. Además, cuestan una fortuna. Por otra parte, cabe dudar de si no serán estos los verdaderos profesionales de la política y los políticos meros amateurs representando una pantomima. Puesto que los políticos sólo rinden cuentas al partido al que pertenecen, que a fin de cuentas es el que les ha dado el puesto, esta es la impresión que cunde entre un electorado cada vez más desafecto.
Hay políticos buenos y malos, honrados y corruptos, jóvenes y viejos, guapos y feos. Como también los hay muy profesionales o sólo tirando a aficionados entregados, mientras que otros no son más que arribistas desalmados. Lo que pasa es que en la arena política el protagonismo ha sido acaparado por los partidos y, sobre todo, por ciertos dirigentes (o personajes) de los mismos. La política que cuenta ha pasado a manos de los asesores –que no han sido elegidos en las urnas– y los poderosos grupos de presión. El mensaje se difunde en los medios, los blogs, Twitter, Facebook y todo ese demencial caleidoscopio de informaciones y opiniones en constante movimiento, con las consabidas consecuencias.
Podemos arrasa porque acaba de nacer sin mácula (por ahora), a diferencia de los otros partidos que arrastran su pasado cual escarabajo pelotero infelizmente ignorante de la obra de Camus. Tienen todas las de ganar en tan desolador clima de abdicaciones, dimisiones, deserciones, traiciones, corrupciones y monumentales brindis al sol.
El politólogo Walter Bagehot formuló esta advertencia en The English Contitution (1867): “El principio del parlamento es rendir obediencia a los líderes. El castigo por no hacerlo es el castigo de la impotencia”. Si el Parlamento –y no sólo el español– se porta como una orquesta cada una de cuyas secciones sigue su propia partitura con instrumentos desafinados o convertidos en armas arrojadizas, no es de extrañar que el electorado desconecte.