El concurrido camino erróneo
La falta de liderazgo y de ideas políticas puede llevar hacia una difícil encrucijada
Mientras en la política española los partidos históricos caminan en círculos dando bandazos y las nuevas formaciones surgen del lodazal de la crisis a lomos de vistosos corceles populistas, que quizá resulten no servir más que para ganar una carrera veraniega de jamelgos, la falta de liderazgo e ideas –que no sean de bombero– produce una inquietante sensación de déjà vu, máxime si se piensa en la política británica de los últimos 30 o 40 años.
De declarase en el futuro la Unión Europea poscristiana, su año cero podría fijarse en 1979, el de la primera victoria en las urnas de Margaret Thatcher, porque fue a partir de esa efeméride cuando, paradójicamente, comenzó la descomposición. La Dama de Hierro era al principio proeuropea. Gran Bretaña se adhirió a la CEE en 1973, de la mano de su correligionario conservador Edward Heath. Pero no tardaron en arreciar entre las filas de los tories actitudes euroescépticas; y Maggie, además, al repudiar la existencia de la sociedad, no hizo sino poner en entredicho las esencias de lo británico. La supuesta milena- ria homogeneidad de la población pertenecía cada vez más a un pasado heroico pero caduco, y la influencia de nuevos aires continentales desvirtuó unos cuantos valores patrios considerados hasta la fecha sagrados.
Surgieron en todos los partidos facciones muy activas y enfrentadas entre sí, lo que provocó que el poder, envuelto en una manta de ambigüedades, abrazara un centrismo que exigía una conformidad a prueba de balas y la resultante ausencia de debate. Los que en verdad tomaban las decisiones fueron los tecnócratas y los spin doctors, expertos no electos cuya misión consistía en controlar y guiar la opinión pública anteponiendo la imagen al contenido, la escenificación a la actuación.
Hacia finales de la década de 1990, semejante fuerza centrípeta había conseguido acorralar a conservadores y laboristas en una untuosa masa uniforme que no interesaba a nadie. Como consecuencia de ello hubo un abrupto bajón en el número de militantes y votantes. Pero para los spin doctors esta nueva tendencia sólo indicaba que la democracia representativa daba paso a la democracia participativa: opino, luego existo, sea en las ondas, la red, la prensa, las urnas o la fachada de un edificio. Es decir: se impuso la palabrería. Arrasaban los reality shows, y no sólo en la televisión.
El 16 septiembre de 1992 fue un auténtico black wednesday para la libra esterlina. El Banco de Inglaterra gastó 3.300 millones de libras al objeto de defender su sobrevalorada moneda, pero en vano, pues sufrió una devaluación en torno al 10%, que precipitó la salida de Gran Bretaña del mecanismo de cambio del Sistema Monetario Europeo. A partir de semejante debacle, la relación del Reino Unido con la Unión Europea devino el asunto más decisivo de la política británica: Westminster contra las insidiosas injerencias europeas.
Hacia finales de la travesía del desierto que les significaron los 18 años del conservadurismo de Margaret Thatcher y John Major (1979-1997), los laboristas pare-
Los británicos están en su derecho de salir de la Unión Europea, pero hace mucho frío ahí fuera
cían haber encontrado por fin un líder de enjundia en la persona de John Smith, mas su prematura muerte en 1994 abrió las puertas al incombustible dúo Blair y Brown, quienes, aunque casi siempre peleados entre bambalinas, irrumpieron en escena con unas ganas locas de enterrar todo lo más sagrado del laborismo. En manos de Bambi Blair, la llamada tercera vía resultó ser un engañoso conservadurismo con permanente sonrisa forzada.
Quien mejor representó los nuevos tiempos fue Diana Spenser, la princesa de Gales en vida y la del pueblo después de su trágica muerte en 1997. Llorosos y de luto, los británicos recuperaron, aunque por poco tiempo, algo parecido a un patriotismo compartido. El flamante premier, Tony Blair, estaba ciertamente a la altura de la pompa y circunstancias de la ocasión, pero una vez acabados los bonitos discursos, nada tenía que añadir: su mensaje era tan vacío como la imagen de la cool Britania que tanto empeño puso en promocionar. Constatada su ineficacia en casa, optó por probar suerte en el circuito internacional.
El año 1992 también fue el annus horribilis de Isabel II. Lo superó; como superaría en 1997 la muerte de su nuera. Mas algo había cambiado que ni los recientes jubileos o suntuosas bodas reales han podido remediar. Puesto que no parece tener ganas de abdicar Isabel en su hijo Carlos, queda por resolver la cuestión de la sucesión, que se perfila enrevesada.
El tratado de Maastricht, que en 1993 entró en vigor por los pelos, fue otro punto de inflexión para los británicos. Si en calidad de líder de la Oposición Marga- ret Thatcher se opuso al referéndum convocado en 1975 por Harold Wilson a fin de ratificar la continuidad de Gran Bretaña en la CEE, veinte años más tarde empleó su aún considerable influencia a favor de un referéndum sobre Maastricht, precisamente ella, que en sus once años en el poder nunca convocó ninguno. La baronesa había llegado a la conclusión de que, en algunos casos, hay que pasar del Parlamento y apelar directamente a la opinión del pueblo.
En medio de un interminable rosario de escándalos políticos, a menudo con fondo de corruptelas o de índole sexual, Gran Bretaña capeó como pudo la hecatombe de las vacas locas, sintiéndose abandonada por los burócratas de Bruselas. Gobernara quien gobernara, iban in crescendo las privatizaciones, el euroescepticismo, el soberanismo escocés, el nacionalismo xenófobo… hasta convertir el Reino Unido en una entelequia.
Si por el imperturbable David Cameron fuera, tal vez en el 2017 decidan los británicos separarse de la Unión Europea, ya que nunca llegaron a sentirse ni cómodos ni comprendidos del todo en su seno. O porque han comprobado que ya no pueden seguir frenando su progreso hacia la unión plena. Estarían en su derecho; pero peor para ellos: hace mucho frío ahí fuera.