Pensiones de (escasa) jubilación
El sistema actual no garantiza el nivel de rentas que esperan los ciudadanos para su retiro
Los mayores desafíos venideros no se atañerán tan sólo a una nación o región geopolítica, por muy grande e importante que esta sea, sino a toda la humanidad. Para ganar la guerra a un enemigo común, no habrá más remedio que unir fuerzas. De hecho, ya se perfilan los inicios de algunas iniciativas compartidas –inimaginables hasta hace cuatro días– a nivel global.
Ha costado lo suyo conseguirlo, pero finalmente se ha logrado, por mucho que, de momento, no pase de una tenue fase inicial, algo que se asemeja a un consenso universal en cuanto a la necesidad de frenar el cambio climático mediante la paulatina eliminación de combustibles fósiles, que serán sustituidos por otras energías renovables y limpias. La discreta pero cada vez más prometedora venta de coches eléctricos es una pequeña muestra de ello.
Para desgracia nuestra, empero, a la hora de hacer frente a otros desafíos de envergadura análoga al calentamiento global pero de índole social, no existe consenso universal ni nada que se le parezca. Porque, como decía Tolstoi de las familias pobres, cada gobierno arrostra las desgracias a su manera –que si la pobreza, que si el desempleo, la desigualdad, el fanatismo religioso, el terrorismo, los desahucios o las consecuencias de la revolución digital y la robotización–.
Son muchas, acaso demasiadas, y cada una exige una solución inmediata que las más de las veces escapa a la comprensión (o capacidad) de los políticos. Eso sí, abundan loables tratados de cooperación que cuando vienen mal dadas invariablemente quedan en papel mojado.
Dar con una solución a los principales desafíos de acción retardada suele ser espinosa empresa. Más que nada porque cuesta calibrarlos a tiempo. Y es por esta razón por la que se perciben como menos apremiantes de lo que son, como se ha demostrado a lo largo de decenios en lo referente al cambio climático. A esta categoría de amenazas venideras pertenece la bomba de acción retardada demográfica.
Hace 45 años, en 1970, la población mundial alcanzaba la cifra de 3.500 millones. En aquel año los niños morían co- mo moscas en la efímera República de Biafra. Las imágenes de esa terrible hambruna dieron la vuelta al mundo, pero distaba de ser el único foco de pobreza y desnutrición en el mundo: había otros muchos en África, Asia –sobre todo en India– y América Latina.
Los seres humanos que en este 2015 compartimos el planeta Tierra sumamos casi 7.500 millones, es decir, más del doble de 1970. Sin embargo, pese a la plétora de conflictos, guerras, catástrofes, epidemias y crisis, el último medio siglo ha visto una disminución en la cantidad de hambrunas, amén de la salida de la pobreza de millones de personas.
Si el ritmo de crecimiento de la población mundial no se ralentiza, dentro de otros 45 años habrá 10.000 millones de bocas que alimentar. Ahora bien, gracias a los constantes avances científicos, es probable que se podrá superar semejante reto. Pero quedarán otros muchos por resolver. Sin ir más lejos, está el del alarmante envejecimiento de la población, máxime en Occidente.
Puesto que la tasa de natalidad es baja y sigue bajando, o que la esperanza de vida continúa alargándose, ya se está produciendo un excedente de ancianos. Y no se trata de unos ancianos cualesquiera, sino, al menos en Occidente, de la generación más mimada de la historia. Gente exigente y quisquillosa, acostumbrada desde la más tierna juventud a salirse con la suya. Vejetes hacendados con inclinación a disfrazarse de jóvenes y muy pocas ganas de morir. Tanto los partidos políticos tradicionales como la banca o los grandes laboratorios se han puesto a su disposición. Es cierto que las pensiones que cobran son en su mayoría exiguas, pero en este mundo en el que todo tiende a licuarse, existen pocas cosas más sólidas que el abono mensual de la Seguridad Social en la cuenta bancaria de un jubilado (o minusválido o parado…).
Con todo, el pasado junio, el gobernador del Banco de España, José María Linde, afirmaba que “el sistema actual no garantiza el nivel de pensiones que esperan los ciudadanos”, por lo que sería conveniente aumentar el ahorro privado “para completar la pensión”. Estas declaraciones venían después de que, desde el comienzo de la crisis, los consecutivos gobiernos hayan sacado a espuertas dinero de la hucha de la Seguridad Social.
A estas alturas de la película, especular sobre si peligrarán en el futuro las pensiones suele acabar en un acto de fe. Algunos creen a pies juntillas que el sistema está blindado, mientras que otros sólo oyen las trompetas del Apocalipsis. Incluso hay quien piensa que la Seguridad Social no es más que una inmensa estafa piramidal a lo Bernie Madoff que algún día saltará por los aires, dejando a millones de jubilados hundidos en la miseria.
Por mucho que se afanen los partidos neoliberales en erosionar la Seguridad Social, es improbable que lleven a término su propósito. Porque la Seguridad Social funciona y es necesaria. Y porque se puede pagar. Ahora y en el futuro. Pero para que se mantenga sana y salva, hará falta sortear un sinfín de obstáculos y vencer a sus más acérrimos enemigos. Además, si en EE.UU. ni Reagan, ni los Bush, ni Clinton pudieron con ella, su porvenir en Europa se antoja algo más esperanzador.
Sin la Seguridad Social la calidad de nuestra democracia sería pésima. ¿Se imaginan en qué condiciones nos hallaríamos ahora, recién salidos (algunos, no todos) de la crisis, de no haber contado con ella? Parece que las emergentes fuerzas políticas lo han comprendido. De ahí su tenaz oposición a los iniciativos privatizadores neoliberales. Como ha ocurrido en Grecia. O dentro de poco en los comicios que se celebrarán aquí. Al fin y a la postre, es el único argumento de la obra, que diría el poeta.
El gobernador del Banco de España aconseja aumentar el ahorro privado “para completar la pensión”