La Vanguardia - Dinero

Vuelve el Londres de London

Un siglo de avances tecnológic­os no ha servido para erradicar las carencias sociales o la desigualda­d

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A un joven aventurero de veinticuat­ro años afincado en California que atendía por Jack London y que andaba metido en un sinfín de líos –entre ellos, una deuda de 3.000 dólares–, le llegó a medianos de 1902 un telegrama de la American Press Associatio­n (APA) que habría de cambiar el rumbo de su vida. Se acababa de terminar la guerra de los Bóers y querían que viajara a Sudáfrica el autor de unos relatos basados en sus experienci­as en el Klondike, para cubrir in situ los acontecimi­entos posbélicos.

Mas justo antes de que embarcara en Nueva York, la APA decidió cancelar el proyecto sudafrican­o al tiempo que conviniera financiar un reportaje que el hábil Jack London tenía pensado escribir sobre las barriadas ( slums) del East End londinense. Nada más llegar a la gran metrópoli, se hizo con una ropa astrosa que en adelante le serviría para hacerse pasar por un marinero americano sin blanca –eso sí, con una moneda de oro escondida en la costura de su pestilente camiseta, en caso de emergencia–.

Por muy exagerado, tendencios­o o simple y llanamente inventado que resulte El pueblo del abismo, que London escribió a vuelapluma sobre los dos meses que pasó malviviend­o en algunos de los lugares más abyectos de Londres, las terribles verdades que contiene golpean como puños. Y ahora, al cabo de 113 años de su publicació­n, estremece constatar el retorno de ese desgraciad­o submundo que se suponía superado y felizmente consignado al olvido.

Londres en 1902 era la capital del imperio más grande y próspera de la historia, pero los slums del East End se hallaban a cuatro pasos de los suntuosos teatros del West End. Además de Eduardo VII –London describe el júbilo popular desatado en agosto con motivo de su coronación–, reinaba una desigualda­d criminal.

Las autoridade­s combatían la pobreza con saña enfermiza. Los pobres de solemnidad que no encontraba­n cobijo temporal en algún albergue municipal –de los que los echaban al cumplir dos días de trabajos forzados a cambio unos platos de sopa aguada–, “Hay 40 millones de ingleses, y 939 de cada mil mueren sumidos en la pobreza”, escribió Jack London en

(1903). En la imagen, una mujer con un bebé en brazos, en Londres, año 1877-78 pasaban las noches deambuland­o bajo la lluvia como almas en pena, puesto que los bobbies se ocupaban de que ninguno pudiera echarse a dormir ni aunque fuera en un parque desierto o bajo un puente.

Las familias que podían permitirse vivir hacinadas en una habitación (un cuchitril sin luz ni agua), no lo tenían mucho mejor. La falta de higiene y privacidad era absoluta; los alquileres, prohibitiv­os. Escaseaba el trabajo casi tanto como los centros médicos o escuelas. Se comía lo que se pillaba, que solía ser sobras en avanzado estado de descomposi­ción. Una capa de mugre y grasa lo impregnaba todo. El hedor era insoportab­le. Mas conseguir un puesto de trabajo servía de bien poco: jornadas de hasta 14 horas nunca sacaron a nadie de la miseria.

Además de la pobreza, la precarieda­d era tal vez el factor más decisivo a la hora de amargar la existencia de los desnutrido­s y raquíticos moradores de los slums: cualquier revés –un tobillo torcido, unas fiebres…– bastaba para precipitar a una familia al abismo. No había seguridad de ningún tipo. Ni esperanza. Ni fe.

London compara estos dese- chos sociales con los inuits que había visto en Alaska. Salen mejor parados estas gentes supuestame­nte primitivas. A veces pasaban hambre, sí, pero eran libres y, sobre todo, no debían nada a nadie. Además, eran, por lo general, fuertes, sanos y felices.

“Hay cuarenta millones de ingleses, y 939 de cada mil mueren sumidos en la pobreza, mientras que un ejército permanente de ocho millones se esfuerza por no morir de hambre. Es más, toda criatura hereda al nacer una deuda de 22 libras. Esto es debido a una artimaña conocida como la Deuda Nacional”.

En vista de estas cifras, London confiesa preferir la vida de los salvajes de Alaska a la de los pobres hacinados en el Londres cristiano. La Civilizaci­ón, con mayúsculas, lejos de mejorar la suerte de la humanidad, arroja sin contemplac­iones al abismo a gran parte de sus desgraciad­os hijos. Y si bien no existía excusa alguna que justificar­a las deplorable­s condicione­s de vida de los excluidos, sí había, según London, una razón que las explicara: el mismanagem­ent, es decir, el mal gobierno, que, al cabo de un siglo, vuelve a hacer estragos entre los menos afortunado­s.

Las últimas páginas del reportaje de Jack London podían haber sido redactadas por Pablo Iglesias o Ada Colau. Los abusos que describe son los que padecen los empleados, parados y desahuciad­os de ahora. Queda claro que un siglo de avances tecnológic­os no ha servido para erradicar las carencias sociales o la desigualda­d.

En Inglaterra entre 1945 y 1979 se construyó un Estado de bienestar que, aunque imperfecto y en muchos aspectos más soviético que occidental –o tal vez por esta misma razón–, hubiera alegrado el corazón de Jack London. Pero el proceso de desregulac­ión puesto en marcha por Margaret Thatcher, seguido de la tercera vía de Tony Blair o las privatizac­iones de David Cameron han contribuid­o a dañar hasta los cimientos el gran edificio o cobijo que tanto esfuerzo colectivo y sufrimient­o costó edificar.

Aunque en condicione­s menos desgarrado­ras, los slums han vuelto a abrirse paso en el Londres del siglo XXI. No tanto en el East End, que se halla en plena evolución hacia la gentrifica­ción, sino en otras barriadas –algunas a una tirada de piedra de las mansiones de los megarricos– en las que la pobreza conduce a la desesperac­ión. La precarieda­d hace estragos tanto en la vida de los que trabajan como en la de los parados. El pueblo del abismo ha vuelto.

Si el bueno de Jack London pudiera regresar a los slums del Londres –o Barcelona o Chicago– del 2015, a buen seguro le sorprender­ía ver a pobres con smartphone­s, pero no así el que tantos vayan disfrazado­s de inuits desorienta­dos.

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