Un partido laborista de infarto
La irrupción en escena de Jeremy Corbyn da esperanzas a un Labour que parecía condenado
Debe de ser cualquier cosa menos un chollo llamarse John Smith en el Reino Unido. Máxime si el que ostenta tan manido nombre pretende llegar a primer ministro. El equivalente en España sería Pepito Pérez. Sin embargo, antes de que Tony Blair tomara las riendas del Partido Laborista en 1994, tras un intervalo de tres meses con Margaret Beckett al frente, su antecesor atendía por John Smith y, al igual que Blair o Gordon Brown, era escocés; aunque, a diferencia de ellos y pese al nombre, era un caledoniano fetén.
La inesperada muerte por infarto de John Smith en 1994 no sólo marcó un antes y un después en el laborismo británico sino en la historia del país. Una vez elegido su sucesor, lo primero que hizo el joven e impetuoso Tony Blair fue dar un volantazo a la derecha y pisar a fondo el acelerador de la carraca en la que se había convertido su partido durante los tres largos y dolorosos lustros que llevaba dando tumbos entre las bancadas de la oposición.
Nacido en Edimburgo en 1938, en 1970, John Smith, orondo abogado de 32 años con alopecia incipiente, ya era diputado laborista en Westminster. Fue el ministro de Comercio durante los últimos seis meses del mandato de James Callaghan. Gracioso, dicharachero, gozó de cierta popularidad entre sus correligionarios, y no sólo de los del ala derecha a la que pertenecía, puesto que semejantes inclinaciones nunca le desviaron de la ortodoxia impuesta por el a la sazón jefe laborista Neil Kinnock, de quien Smith era el responsable de Economía y Hacienda en la oposición. Tampoco se dejó seducir por los nacionalistas escoceses.
Eso sí, los jóvenes Blair y Brown le susurraban a Smith que si se enfrentara a Kinnock podría contar con su apoyo; oferta envenenada que rehusó. De todas formas, las encuestas anteriores a las generales de 1992 señalaban la escasa posibilidad de que John Major fuera reeligido. Kinnock sólo tenía que aguantar el tipo para que el Labour volvería al poder. Por si acaso, Smith prometió reducir los impuestos a los asalariados y subirlos a los que más ganaban, pero sin que figurara en parte alguna la palabra ‘socialismo’.
Se lo había puesto en bandeja a los conservadores. Estos pusieron el grito en el cielo, acusando el Labour de atentar contra los emprendedores con éxito. Las rotativas de Murdoch echaban humo. John Major, contra todo pronóstico, volvió a vencer en las urnas y, acto seguido, Kinnock presentó su dimisión. John Smith fue elegido el nuevo líder del Labour, con el 90% de los votos.
El reeligido John Major, por su parte, anduvo desde el primer momento más bien falto de reflejos e ideas. Michael Heseltine y Michael Portillo conspiraron para quitarlo de en medio. A comienzos de 1994 el Labour de John Smith arrasaba en las encuestas. Pero de pronto, el 12 de mayo, a las 8 de la mañana, sufrió un infarto de miocardio. Moriría una hora más tarde.
Sólo un mes antes, Tony Blair se despertó en plena noche y le dijo a su esposa, Cherie: “Si John [Smith] muere, seré yo el líder’, o al menos esto es lo que cuenta en sus memorias. Transcurridos tan sólo tres días de la muerte de Smith, los sondeos de opinión es- taban a favor de Blair. Enseguida fue elegido el líder más joven de la historia del Labour, y Bambi, que es así cómo lo llamaban, rodeado de spin doctors, enterró la famosa Cláusula IV del partido, la de 1917, la marxista-leninista, y lanzó la tercera vía, el New Labour y, en definitiva, la Cool Britania. En palabras de un comentarista afín, “las lecciones que pueden sacar la izquierda británica tienen más que ver con el proceso que con el contenido”. De su divulgación mediática se ocupaba Rupert Murdoch, de repente tan amigo.
Los Blair no sólo fueron los primeros en criar sus hijos en el número 10 de Downing Street, sino que en el 2000 Cherie dio a luz a su cuarto hijo, Leo. La criatura había sido concebido durante una estancia en el castillo de Balmoral, al que acudió la pareja sin los anticonceptivos que acostumbraban usar, por pudor, según dejaría escrito años más tarde Cherie. La noche después de la muerte de John Smith, en cambio, tuvieron sexo seguro. Aquella noche “yo era un animal que seguía sus instintos”, proclama sin pudor el converso al catolicismo Tony Blair en sus memorias.
Con niños, gatos y spin doctors por doquier, los Blair permanecieron en Downing Street entre 1997 y el 2007. El inquilino que vino después, Gordon Brown, permanecería en el cargo hasta mayo del 2010, cuando, tras 13 años consecutivos de dominio laborista, regresaron los conservadores de la mano de David Cameron. Y sigue ahí. Desde mayo, con una muy inesperada –incluso por él– mayoría absoluta.
La súbita muerte de John Smith dio alas al New Labour de Tony Blair, que condenó a los conservadores a una larga y dolorosa travesía por el desierto. Ahora, al cabo de más de 20 años, el Labour parece condenado, una vez más, a soportar el mismo castigo. Al menos eso parecía hasta que irrumpió en escena Jeremy Corbyn, con el 60% de los votos, muchos de ellos de jóvenes deseos de recuperar los verdaderos valores del mítico Labour de sus abuelos. Es decir: el de la Cláusula IV, el de antes de Reagan y Thatcher, de Blair y Brown.
Queda por ver qué rédito electoral obtendrá entre ahora y las próximas generales en el 2020 de las promesas de impuestos redistributivos, la recuperación de los derechos de los trabajadores, el retorno de los sindicatos de verdad, la (re)nacionalización de transporte, industria, sanidad… y todo cuanto haga falta para recuperar los votos de la clase obrera que se fueron a parar a los verdes, a los nacionalistas escoceses, al UKIP o, cómo no, a los tories.
Por el momento, las luchas internas de su partido prometen ser el enemigo a combatir de este vegetariano de 66 años que ni bebe ni conduce llamado Jeremy Corbyn. Moderación en vez de austeridad. No sea que acabe como el dicharachero John Smith.
Muchos jóvenes deseosos de recuperar el mítico Labour de sus abuelos apoyan a Jeremy Corbyn