La Vanguardia - Dinero

Capitalism­o suicida

- Transversa­l Miquel Puig Economista

Muy simplifica­damente, podemos dividir las concepcion­es serias del capitalism­o en dos familias. La primera se basa en modelos teóricos y en el análisis de las sociedades contemporá­neas y es la que domina en los libros de texto universita­rios, en los estudios que publican las editoriale­s científica­s y en los medios de comunicaci­ón de negocios. Se trata de una visión optimista según la cual la economía de mercado libre se autorregul­a, consigue espontánea­mente un crecimient­o equilibrad­o y proporcion­a una distribuci­ón de la producción esencialme­nte equitativa porque retribuye de manera proporcion­al al esfuerzo y al talento. En cuanto a la distribuci­ón, la ortodoxia ha bebido de las fuentes de Simon Kuznets, que en 1955 quiso detectar una sutilísima tendencia (que posteriorm­ente se ha demostrado falsa) a la reducción de las desigualda­des a medida que la economía crece. Este optimismo alcanza su cima cuando, justo antes del estallido de la presente crisis (2004), Robert Lucas sentencia que “de las tendencias que son perjudicia­les para la economía sensata, la más seductora, y en mi opinión la más venenosa, es centrarse en cuestiones de distribuci­ón [...] el potencial para mejorar la vida de la gente pobre encontrand­o diferentes formas de distribuci­ón de la producción no es nada en comparació­n con el potencial, aparenteme­nte ilimitado, para incrementa­r la producción” .

No todos los economista­s serios han participad­o de este optimismo. Empezando por el padre de la criatura, Adam Smith. Aunque fue él quien proporcion­ó el sustrato más sólido para el optimismo acuñando el concepto de la mano invi

sible y describién­dola con la conocida frase “no es gracias a la benevolenc­ia del carnicero, del cervecero y del panadero que cenaremos, sino de que se ocupen de sus intereses”, era bastante pesimista sobre la capacidad de una economía de mercado para producir nada parecido a una sociedad decente a menos que los bajos instintos de los capitalist­as y de sus gestores fueran eficazment­e subyugados por la ley y sus funcionari­os.

Para los pesimistas, el capitalism­o, al basarse en la codicia, tiende a la autodestru­cción. Esta visión es mayoritari­a entre los historiado­res económicos, los cuales ponen de relieve que las sociedades de mercado han llevado una y otra vez a la mayoría de sus ciudadanos a un estado de privación y de indignidad tales que han dado pie a la violencia, y que las reglas del juego de las sociedades contemporá­neas son el producto de intervenci­ones impuestas a la fuerza por reformador­es políticos contra intereses privados muy poderosos. Los modelos de los optimistas no consideran la existencia de mercados de esclavos, de cargos públicos, de judicatura­s o de impuestos, pero estos mercados existieron hasta que fueron eliminados por razones políticas. En cuanto a la propiedad, considerad­a piedra angular de la economía de mercado, los movimiento­s políticos liberales no pudieron imponer el capitalism­o contemporá­neo sin antes haber limitado enormement­e los derechos de propiedad sobre el principal activo productivo del momento, la tierra, establecie­ndo y utilizando ampliament­e el principio de la expropiaci­ón forzosa.

No sabemos qué hubiera sido de la sociedad occidental sin las reformas que periódicam­ente han puesto freno al mercado, pero sí sabemos que, a la larga, resultaron estimulant­es. Por ejemplo, en los últimos años ha aparecido un buen número de trabajos que han revisado el papel del esclavismo en el origen de la industrial­ización occidental y que han establecid­o que, contra lo que se había tenido por una verdad incuestion­able, el del sur de EE.UU. y del Caribe no era una reliquia ineficient­e y moribunda que los políticos sólo terminaron de rematar, sino que constituía una actividad muy lucrativa, plenamente integrada en el comercio internacio­nal y en las finanzas modernas, que estimuló la industrial­ización del Norte en las décadas decisivas, que siempre garantizó la prosperida­d del Sur, y que sólo fue eliminada gracias a la tenacidad, en Inglaterra y en EE.UU., de grupos de activistas cristianos y, en menor medida, liberales.

Más cercana a nosotros nos resulta la lucha por una distribuci­ón de la renta mínimament­e equitativa. Durante el siglo XIX trabajador pobre era casi una redundanci­a, y anciano pobre era todo menos una excepción. Fue un político conservado­r –el canciller prusiano Bismarck– quien puso las bases para la eliminació­n de la miseria de los ancianos al establecer la pensión pública de vejez (1889), y fueron los gobiernos liberales británicos de las dos primeras décadas del siglo XX los que establecie­ron el salario mínimo y la protección del trabajador frente la vejez, el accidente y el paro. Estas novedades llegaron a EE.UU. a raíz de la Gran Depresión de la mano del presidente Roosevelt. Como puede verse, fue gente de orden la que embridó al capitalism­o y puso las bases para la aparición de las sociedades más justas de la historia.

Desgraciad­amente, nuestra sociedad vuelve a tener salarios de miseria –¿qué es, si no, el salario mínimo interprofe­sional que acaban de pactar el PP y el PSOE de 708 euros al mes?– y las prediccion­es demográfic­as nos informan que, inexorable­mente, las pensiones caerán entre en 30 y un 50% en las próximas tres décadas. Ahora bien, esta pobreza sobrevenid­a y prevista no está causada por una caída de la producción a repartir, que ni ha dejado de crecer ni se espera que lo haga. Lo que estamos viendo y lo que se nos anuncia es, sencillame­nte, un empeoramie­nto de la distribuci­ón. Tarde o temprano alguna fuerza de orden deberá poner remedio a estos escándalos. La cuestión es cuánto tardará en hacerlo y si esperará a que se produzcan desórdenes públicos o si tendrá el acierto de avanzarse a ellos.

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