Capitalismo suicida
Muy simplificadamente, podemos dividir las concepciones serias del capitalismo en dos familias. La primera se basa en modelos teóricos y en el análisis de las sociedades contemporáneas y es la que domina en los libros de texto universitarios, en los estudios que publican las editoriales científicas y en los medios de comunicación de negocios. Se trata de una visión optimista según la cual la economía de mercado libre se autorregula, consigue espontáneamente un crecimiento equilibrado y proporciona una distribución de la producción esencialmente equitativa porque retribuye de manera proporcional al esfuerzo y al talento. En cuanto a la distribución, la ortodoxia ha bebido de las fuentes de Simon Kuznets, que en 1955 quiso detectar una sutilísima tendencia (que posteriormente se ha demostrado falsa) a la reducción de las desigualdades a medida que la economía crece. Este optimismo alcanza su cima cuando, justo antes del estallido de la presente crisis (2004), Robert Lucas sentencia que “de las tendencias que son perjudiciales para la economía sensata, la más seductora, y en mi opinión la más venenosa, es centrarse en cuestiones de distribución [...] el potencial para mejorar la vida de la gente pobre encontrando diferentes formas de distribución de la producción no es nada en comparación con el potencial, aparentemente ilimitado, para incrementar la producción” .
No todos los economistas serios han participado de este optimismo. Empezando por el padre de la criatura, Adam Smith. Aunque fue él quien proporcionó el sustrato más sólido para el optimismo acuñando el concepto de la mano invi
sible y describiéndola con la conocida frase “no es gracias a la benevolencia del carnicero, del cervecero y del panadero que cenaremos, sino de que se ocupen de sus intereses”, era bastante pesimista sobre la capacidad de una economía de mercado para producir nada parecido a una sociedad decente a menos que los bajos instintos de los capitalistas y de sus gestores fueran eficazmente subyugados por la ley y sus funcionarios.
Para los pesimistas, el capitalismo, al basarse en la codicia, tiende a la autodestrucción. Esta visión es mayoritaria entre los historiadores económicos, los cuales ponen de relieve que las sociedades de mercado han llevado una y otra vez a la mayoría de sus ciudadanos a un estado de privación y de indignidad tales que han dado pie a la violencia, y que las reglas del juego de las sociedades contemporáneas son el producto de intervenciones impuestas a la fuerza por reformadores políticos contra intereses privados muy poderosos. Los modelos de los optimistas no consideran la existencia de mercados de esclavos, de cargos públicos, de judicaturas o de impuestos, pero estos mercados existieron hasta que fueron eliminados por razones políticas. En cuanto a la propiedad, considerada piedra angular de la economía de mercado, los movimientos políticos liberales no pudieron imponer el capitalismo contemporáneo sin antes haber limitado enormemente los derechos de propiedad sobre el principal activo productivo del momento, la tierra, estableciendo y utilizando ampliamente el principio de la expropiación forzosa.
No sabemos qué hubiera sido de la sociedad occidental sin las reformas que periódicamente han puesto freno al mercado, pero sí sabemos que, a la larga, resultaron estimulantes. Por ejemplo, en los últimos años ha aparecido un buen número de trabajos que han revisado el papel del esclavismo en el origen de la industrialización occidental y que han establecido que, contra lo que se había tenido por una verdad incuestionable, el del sur de EE.UU. y del Caribe no era una reliquia ineficiente y moribunda que los políticos sólo terminaron de rematar, sino que constituía una actividad muy lucrativa, plenamente integrada en el comercio internacional y en las finanzas modernas, que estimuló la industrialización del Norte en las décadas decisivas, que siempre garantizó la prosperidad del Sur, y que sólo fue eliminada gracias a la tenacidad, en Inglaterra y en EE.UU., de grupos de activistas cristianos y, en menor medida, liberales.
Más cercana a nosotros nos resulta la lucha por una distribución de la renta mínimamente equitativa. Durante el siglo XIX trabajador pobre era casi una redundancia, y anciano pobre era todo menos una excepción. Fue un político conservador –el canciller prusiano Bismarck– quien puso las bases para la eliminación de la miseria de los ancianos al establecer la pensión pública de vejez (1889), y fueron los gobiernos liberales británicos de las dos primeras décadas del siglo XX los que establecieron el salario mínimo y la protección del trabajador frente la vejez, el accidente y el paro. Estas novedades llegaron a EE.UU. a raíz de la Gran Depresión de la mano del presidente Roosevelt. Como puede verse, fue gente de orden la que embridó al capitalismo y puso las bases para la aparición de las sociedades más justas de la historia.
Desgraciadamente, nuestra sociedad vuelve a tener salarios de miseria –¿qué es, si no, el salario mínimo interprofesional que acaban de pactar el PP y el PSOE de 708 euros al mes?– y las predicciones demográficas nos informan que, inexorablemente, las pensiones caerán entre en 30 y un 50% en las próximas tres décadas. Ahora bien, esta pobreza sobrevenida y prevista no está causada por una caída de la producción a repartir, que ni ha dejado de crecer ni se espera que lo haga. Lo que estamos viendo y lo que se nos anuncia es, sencillamente, un empeoramiento de la distribución. Tarde o temprano alguna fuerza de orden deberá poner remedio a estos escándalos. La cuestión es cuánto tardará en hacerlo y si esperará a que se produzcan desórdenes públicos o si tendrá el acierto de avanzarse a ellos.