El fracaso concursal
Anomalía La mayoría de procedimientos evita el objetivo principal de la ley: que los acreedores acaben pagando a sus creditores
Las estadísticas concursales nos indican que en el año 2016 ha descendido el número de concursos. Pero esta, que podría ser una buena noticia, no necesariamente lo es. Y ello porque se siguen presentando muchos procedimientos concursales, y en un porcentaje abrumadoramente mayoritario de ellos no se cumple la finalidad básica del concurso, que es la satisfacción a los acreedores.
En el último año, y en los anteriores, han sido poquísimos los acreedores que han podido percibir sus créditos.
Pues bien, dice la exposición de motivos de la vigente ley concursal que la solución normal del concurso es un convenio entre el deudor y sus acreedores, que permita que éstos perciban sus créditos.
Pero la solución que debería ser normal sólo en muy contadas ocasiones se produce, porque prácticamente todos los concursos finalizan en una liquidación, que el legislador concibió como solución alternativa y menos deseable que la del convenio, ya que a través de la liquidación rara vez los acreedores ordinarios pueden percibir, siquiera parcialmente, sus créditos. Los elevados costes del concurso y los acreedores privilegiados (trabajadores, Hacienda, hipotecas, etcétera) lo impiden.
Vale la pena recordar que hasta principios del presente siglo la legislación concursal la componían los códigos decimonónicos y la ley de Suspensión de Pagos de 26 de julio de 1922. Y durante todos estos años no hubo prácticamente reforma legislativa alguna, a pesar de lo cual se tramitaron numerosísimas suspensiones de pagos y quiebras.
Tras diversos y fracasados intentos de reforma, se aprobó la ley Concursal de 9 de julio de 2003, que entró en vigor el 1 de septiembre del 2004. En los doce años de vigencia de la ley, se ha reformado en múltiples –demasiadas– ocasiones, pero no parece que las modificaciones hayan conseguido su objetivo de que el deudor satisfaga a sus acreedores.
Por tanto, ni el texto inicial de la ley del 2003 ni sus sucesivas reformas han logrado que los concursos finalicen en la forma legalmente prevista como normal.
La extraordinaria complejidad del procedimiento concursal –que las reiteradas reformas no han logrado simplificar– ha permitido que, con demasiada frecuencia, operadores jurídicos y económicos utilicen el concurso, no para poder negociar y alcanzar un convenio con sus acreedores, sino con el único, firme y decidido propósito de no pagar. Y no hay duda de que lo consiguen, sin que el sistema que se ha creado sea lamentablemente capaz de impedirlo. Se propondrán nuevas reformas, pero mientras no se impidan las estrategias ilícitas al plantear el concurso, el problema subsistirá.