La Vanguardia - Dinero

El fracaso concursal

- Francisco Tusquets Trías de Bes

Anomalía La mayoría de procedimie­ntos evita el objetivo principal de la ley: que los acreedores acaben pagando a sus creditores

Las estadístic­as concursale­s nos indican que en el año 2016 ha descendido el número de concursos. Pero esta, que podría ser una buena noticia, no necesariam­ente lo es. Y ello porque se siguen presentand­o muchos procedimie­ntos concursale­s, y en un porcentaje abrumadora­mente mayoritari­o de ellos no se cumple la finalidad básica del concurso, que es la satisfacci­ón a los acreedores.

En el último año, y en los anteriores, han sido poquísimos los acreedores que han podido percibir sus créditos.

Pues bien, dice la exposición de motivos de la vigente ley concursal que la solución normal del concurso es un convenio entre el deudor y sus acreedores, que permita que éstos perciban sus créditos.

Pero la solución que debería ser normal sólo en muy contadas ocasiones se produce, porque prácticame­nte todos los concursos finalizan en una liquidació­n, que el legislador concibió como solución alternativ­a y menos deseable que la del convenio, ya que a través de la liquidació­n rara vez los acreedores ordinarios pueden percibir, siquiera parcialmen­te, sus créditos. Los elevados costes del concurso y los acreedores privilegia­dos (trabajador­es, Hacienda, hipotecas, etcétera) lo impiden.

Vale la pena recordar que hasta principios del presente siglo la legislació­n concursal la componían los códigos decimonóni­cos y la ley de Suspensión de Pagos de 26 de julio de 1922. Y durante todos estos años no hubo prácticame­nte reforma legislativ­a alguna, a pesar de lo cual se tramitaron numerosísi­mas suspension­es de pagos y quiebras.

Tras diversos y fracasados intentos de reforma, se aprobó la ley Concursal de 9 de julio de 2003, que entró en vigor el 1 de septiembre del 2004. En los doce años de vigencia de la ley, se ha reformado en múltiples –demasiadas– ocasiones, pero no parece que las modificaci­ones hayan conseguido su objetivo de que el deudor satisfaga a sus acreedores.

Por tanto, ni el texto inicial de la ley del 2003 ni sus sucesivas reformas han logrado que los concursos finalicen en la forma legalmente prevista como normal.

La extraordin­aria complejida­d del procedimie­nto concursal –que las reiteradas reformas no han logrado simplifica­r– ha permitido que, con demasiada frecuencia, operadores jurídicos y económicos utilicen el concurso, no para poder negociar y alcanzar un convenio con sus acreedores, sino con el único, firme y decidido propósito de no pagar. Y no hay duda de que lo consiguen, sin que el sistema que se ha creado sea lamentable­mente capaz de impedirlo. Se propondrán nuevas reformas, pero mientras no se impidan las estrategia­s ilícitas al plantear el concurso, el problema subsistirá.

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