La Vanguardia - Dinero

El retorno del rentista

- Miquel Puig Economista

El principal problema económico de cualquier sociedad es la distribuci­ón de la producción (cuánto se produce es, sobre todo, una cuestión tecnológic­a), y el primer gran economista que así lo proclamó y que se dedicó a ello fue David Ricardo. Ahora bien, a principios del XIX el debate político no giraba alrededor del reparto entre el trabajo y el capital, sino del trozo que se quedaba un tercer jugador: el rentista.

Desde el final de las guerras napoleónic­as, el Parlamento británico, dominado por los aristócrat­as, había establecid­o aranceles a la importació­n de cereales. Como estos eran la base de la alimentaci­ón de los obreros (absorbían más de la mitad de sus ingresos), la importació­n de cereal barato constituía un objetivo compartido por ellos (para aumentar la capacidad adquisitiv­a de sus salarios) y por sus patrones industrial­es (ya que les permitiría reducir los salarios).

Los ingresos de la aristocrac­ia dependían críticamen­te del precio de los cereales, y por lo tanto esta clase ofreció una resistenci­a numantina a las propuestas de abolición de los aranceles. Ahora bien, los opositores terminaron ganando porque movilizaro­n desde la intelectua­lidad librecambi­sta (el semanario The Economist se fundó explícitam­ente contra las

corn laws) hasta los reformador­es utópicos. Como consecuenc­ia, el rentista basado en los ingresos de fincas heredadas pasó a la historia.

A finales del XIX aparecería­n en escena unos nuevos rentistas que protagoniz­arían la belle époque y las novelas de Scott Fitzgerald: los herederos de una fortuna ganada en una industria cada vez más concentrad­a. Sin embargo, los que mantenían la fe en el capitalism­o se resistían a creer que una clase ociosa y parasi- taria tuviera mucho futuro. Keynes, por ejemplo, sostuvo que el hecho de que los que se lo puedan permitir ahorren para convertirs­e en rentistas acabaría haciendo que el capital fuera tan abundante que su rendimient­o bajaría hasta producir “la eutanasia del rentista”.

El tiempo pareció dar la razón a los optimistas, al menos durante les trente

glorieuses que van del final de la Segunda Guerra Mundial a la crisis de los setenta: los rentistas habían vuelto a desaparece­r y los ricos ya no preparaban a sus hijos para una vida en la ociosidad, sino para trabajar.

Treinta años después de la salida de aquella crisis, el debate político ha pasado a centrarse en la desigualda­d, que ha crecido de manera patológica. Tanto, que a pesar de que el PIB per cápita en términos reales haya aumentado un 81% en EE.UU., el nivel de vida del 20% más pobre de la población no ha mejorado en absoluto y sólo la mitad de los estadounid­enses de 30 años de edad tienen un nivel de vida superior al que tenían sus padres a la misma edad (de los cuales, a su vez, un 92% lo tenían superior al de sus padres).

¿Cuál es la causa de esta nueva desigualda­d? Para muchos, la clave está en la división del PIB entre retribució­n al capital y al trabajo. Esta proporción parecía tan estable que Keynes la había calificado como “uno de los hechos más sorprenden­tes pero bien establecid­os, de todas las estadístic­as económicas”, pero desde los años ochenta parece haberse desequilib­rado en favor del capital. A partir de ahí muchos han teorizado sobre la pérdida de poder negociador por parte de los trabajador­es debido a la automatiza­ción, la deslocaliz­ación y la inmigració­n.

Hace tres años, el joven economista francés Piketty saltó a la fama con un libro de título provocador: El capital en

el siglo XXI. Para Piketty el capitalism­o está condenado a exacerbar las desigualda­des porque hay un par de leyes (el aumento de la relación entre capital y producción aumenta la parte que se lleva aquél, y el rendimient­o del capital productivo es siempre superior a la tasa de crecimient­o de la economía) que determinan que las fortunas invertidas en forma de capital productivo crezcan inexorable­mente. La reaparició­n del rentista y su prevalenci­a son, pues, inevitable­s. Piketty explica que durante mucho tiempo hemos vivido dominados por el espejismo que nos proporcion­ó la desaparici­ón de las fortunas occidental­es como consecuenc­ia de las destruccio­nes bélicas y de las inflacione­s de las posguerras. Estabiliza­da la situación, el mecanismo de acumulació­n se vuelve a poner en funcionami­ento inexorable­mente hasta ahogar la sociedad tal como la conocemos... a menos que pongamos remedio establecie­ndo unos impuestos extraordin­ariamente elevados sobre los ricos que les impidan acumular demasiado.

Piketty ha tenido el mérito extraordin­ario de movilizar toda una línea de pensamient­o en la academia y en la opinión pública. De esta estela destaca el trabajo de un joven economista del MIT de nombre impronunci­able, Matthew Rognlie. Rognlie ha puesto de manifiesto que las dos leyes de Piketty no parecen compatible­s con los datos empíricos, que si consideram­os, como parece lógico, el valor de la producción en términos netos y no brutos, no es cierto que la porción que retribuye al capital sea ahora más alta que en los años cincuenta, y, finalmente, que la totalidad del aumento de la proporción de producción absorbida por el capital desde los años setenta se debe al aumento del peso de la renta de la vivienda, que ha subido espectacul­armente. No es que los empresario­s estén absorbiend­o más producción que nunca en detrimento de sus trabajador­es; quien lo está haciendo son los propietari­os inmobiliar­ios, y esto simplement­e porque la oferta de buenos inmuebles es limitada, mientras que la urbanizaci­ón crece inexorable­mente. No es el único mecanismo de desigualda­d en marcha, pero es uno muy importante.

Volvemos al mundo de Ricardo, y cómo gestionar este nuevo fenómeno debería constituir un punto fundamenta­l de cualquier propuesta política seria.

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Inmobiliar­io El aumento del peso de la renta de la vivienda a favor de los propietari­os inmobiliar­ios es una de las razones de la desigualda­d
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