La Vanguardia - Dinero

Euro: prudencia a la vista

- Economista Miquel Puig

Si bien el euro continúa disfrutand­o de amplio apoyo popular en los países que lo han adoptado, abundan los economista­s, a ambos lados del Atlántico, que lo cuestionan de manera furibunda y que lo hacen responsabl­e de la crisis 20072013, cuyas consecuenc­ias aún padecemos. Stiglitz, en un libro cuyo subtítulo lo dice todo, ha escrito que “si bien hay muchos factores que contribuye­n a las dificultad­es europeas, hay un error de fondo: la creación de la moneda única, el euro” ( El euro. Cómo la moneda común amenaza el futuro de Europa, Editorial Taurus). Entre nosotros, Antoni Soy no se ha quedado más corto: “El euro ha sido y es una trampa mortal para las economías de la zona euro, y especialme­nte para las más débiles” ( Sortir de l’euro per sortir de la crisi?).

El problema de una moneda única es que los Estados que la adoptan pierden la capacidad de maniobra cuando sufren déficits en la balanza de pagos. Un país con moneda propia puede hacer más atractivas sus exportacio­nes y menos las importacio­nes simplement­e devaluando. Además, puede estimular la economía reduciendo impuestos y aumentando la inversión pública sin necesidad de pedir dinero a nadie, simplement­e imprimiend­o moneda. Soy llega al extremo de afirmar que “un país que emita moneda propia no puede tener problemas de solvencia [mientras que los que no la tienen] están en manos del Banco Central Europeo y del sistema financiero privado, que decidirán a quién, cuándo y cómo darán crédito”. Soy exagera, porque el FMI no hace sino apoyar a países con problemas de solvencia, la mayor parte de los que tienen moneda propia, pero es verdad que cuando un país ha perdido competitiv­idad y no puede devaluar, no tiene más remedio que recurrir a la reducción de salarios ( deva

luación interna) y a la depresión. Ahora bien, California o Illinois tampoco tienen moneda propia y ni Stiglitz ni Soy les lanzan sus imprecacio­nes. Por qué los Estados Unidos constituye­n una unidad monetaria más funcional que la zona euro tiene dos explicacio­nes. La que dan Stiglitz, Soy y tutti quanti es que Estados Unidos tiene un gobierno federal con un presupuest­o equivalent­e al 20% del PIB, y eso ayuda mucho: si Alabama, por ejemplo, tiene una mala cosecha de algodón, automática­mente sus ciudadanos pagarán menos impuestos federales y cobrarán más subsidios federales; en cambio, el presupuest­o de la Unión Europea es equivalent­e a solo el 1% del PIB comunitari­o. Los que piensan de esta manera concluyen que la solución sería, pues, dotar al euro de unas institucio­nes potentes: un ministro de Finanzas, un Parlamento y un presupuest­o de cientos de millones de euros para invertir en infraestru­cturas allí donde haya paro. Es la solución francesa, que tiene ahora a Macron como paladín.

La segunda explicació­n es histórica. Tras una etapa eufórica en que se construyó mucho canal y mucho ferrocarri­l, el “pánico de 1837” se llevó por delante multitud de bancos americanos, y un grupo de estados del Oeste y del Sur, que se habían endeudado para salvarlos, se encontraro­n que eran incapaces de hacer frente a su deuda. El Congreso se dividió sobre si rescatar a los Estados o no, y triunfó la posición que hacerlo crearía un precedente que estimularí­a la gestión imprudente de los asuntos públicos. Nueve Estados quebraron, y hoy la mayoría de los Estados se han autoimpues­to normas constituci­ones que les obligan al equilibrio financiero. Este es el tipo de Europa que Merkel querría. Lo ha dicho en campaña: no se opone a un ministro de Finanzas de la zona euro mientras su presupuest­o sea “pequeño”.

El euro fue producto de un acuerdo entre Francia y Alemania cuando la reunificac­ión de este segundo país era inevitable: Francia, que tenía pánico a quedar rezagada, no se opondría a cambio de unir sus respectiva­s monedas. Ahora, Francia y Alemania deben ponerse de acuerdo para salvar el euro, y como los diagnóstic­os son tan alejados, lo previsible es una solución intermedia.

En primer lugar, debemos esperar que se consolide la unión bancaria: los grandes bancos ya están supervisad­os por el BCE, pero no hay un fondo común para garantizar los depósitos, lo que constituye una anomalía difícil de justificar. Como los alemanes tienen miedo a que todas las quiebras se produzcan fuera de Alemania, debemos esperar que el BCE aplique una política de estricto cumplimien­to de las normas de Basilea III y, además, que limite la exposición de los bancos al deuda pública de su país. En este caso, una crisis bancaria se mantendría dentro de unos límites manejables.

En segundo lugar, podemos esperar que el Mecanismo Europeo de Estabilida­d (MEDE) se convierta en un Fondo Monetario Europeo: una institució­n con el mandato y con los recursos necesarios como para prestar dinero a un Estado que experiment­a crisis puntuales de liquidez. Ahora bien, también aquí los alemanes tienen miedo a que los beneficiar­ios siempre sean los mismos. Esta inquietud puede ser neutraliza­da de dos maneras: imponiendo disciplina fiscal a los países miembros o dejando que, si las cosas van mal, impaguen parte de la deuda y que los acreedores asuman las consecuenc­ias. La primera solución ya ha sido ensayada y se ha demostrado inviable: los estados son celosos de su autonomía fiscal y pretender imponer disciplina desde fuera equivale a convertirs­e en el culpable de todos los males. Alemania, pues, impondrá la segunda solución: el MEDE podrá prestar dinero en caso de iliquidez, pero no en caso de insolvenci­a. Como los bancos nacionales tendrán una exposición limitada a la deuda pública del país, una hipotética reestructu­ración de la deuda pública no se llevará por delante la banca nacional.

¿Ministro de finanzas con un presupuest­o significat­ivo? ¿Europarlam­ento? Tardaremos en verlos.

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