Fundación Lichtenstein
Una fundación es costosa y, además de obra, necesita dotación de fondos
En esta época de sobreinformación, algunas noticias relevantes del mercado del arte se amontonan en el escritorio de este cronista, por lo que agosto es un buen momento para repescar alguna de ellas y reflexionar sobre su alcance. Como la que nos llegaba este junio de la Fundación Roy Lichtenstein de Nueva York, que decidió cerrar sus puertas y donar todas sus obras a distintos museos.
Artista clave del pop art, y de quien Barcelona tiene una maravillosa escultura pública de la época de los Juegos Olímpicos, murió en 1997 y al año siguiente se formalizó su fundación para gestionar su legado y promocionar nuevas generaciones de artistas. Acorde con estos fines fundacionales, el gran beneficiario de la primera ronda de donaciones fue el Whitney Museum for American Art, quien tuvo la posibilidad de escoger, de entre todo el legado, más de 400 obras que complementarán las 26 que ya poseen, con la voluntad de formar un cuerpo propio y ayudar a entender mejor el arte de su tiempo. Paralelamente, los archivos irán al Smithsonian Archive of American Art, para ser digitalizados.
Este será un proceso que muchas otras fundaciones de artistas observarán muy de cerca, porque el hecho de que cada artista cree su propia fundación, si bien les permite mantener el control y gestión de su obra, e incluso una vez muertos, seguir con su misión predefinida, es poco sostenible. Una fundación es una institución jurídica costosa y al margen de donarle la obra es necesario dotarla de fondos suficientes para que tenga viabilidad financiera. En Barcelona mismo hemos visto estos últimos años como algunas de ellas languidecían o incluso desaparecían. Por lo que ante la proliferación de tantas fundaciones de artistas, la estrategia de la Lichtenstein de integrar sus mejores obras en un museo de referencia con quien comparte misión puede suponer un espaldarazo para el conocimiento y la divulgación del artista.