La Vanguardia - Dinero

Ganar como un alemán

- Transversa­l Miquel Puig Economista

como un alemán”.

Manuel Hidalgo, profesor de Economía en Sevilla y doctor por la UPF, que está promociona­ndo un libro, deja caer la frase que encabeza este artículo en una entrevista cuando le preguntan sobre el porqué de los bajos salarios en España. La frase es brillante y condensa el pensamient­o ortodoxo sobre la materia. Como esta ortodoxia está en la base de la destrucció­n del contrato social que habíamos heredado, vale la pena que la revisemos.

Lo que se enseña en las escuelas de Economía es que en un mercado laboral libre, el salario iguala la productivi­dad marginal del trabajo, es decir, el valor que aporta a la empresa el último trabajador incorporad­o. El argumento dice que si este valor fuera inferior, al empresario le saldría a cuenta despedirlo; y que, si fuera superior, le saldría a cuenta contratar un trabajador adicional. La idea es tan simple, tan intuitiva, y tan cierta en los ejemplos que se utilizan (que siempre se refieren a empresario­s contratand­o a trabajador­es en ocupacione­s poco cualificad­as), que la teoría ha sido aceptada como dogma de fe por generacion­es de economista­s. Esta teoría es la que normalment­e ha justificad­o la desregulac­ión de los mercados laborales, ya que para la mayor parte de los economista­s es indudable que el salario mínimo, o bien es inútil (si se sitúa por debajo de la productivi­dad del trabajo) o bien genera paro (si se sitúa por encima, porque entonces ningún empresario querrá contratar a los trabajador­es cuya productivi­dad sea inferior al salario mínimo).

Desde el punto de vista político, y para un conservado­r, la teoría en cuestión tiene la ventaja de que justifica cualquier desigualda­d que observemos en la realidad. ¿Que Ana Patricia Botín gana 300 veces más que un oficinista del Santander? Señal de que ella es 300 veces más productiva que él. ¿Que una camarera de piso en un hotel de cinco estrellas de Barcelona gana sólo 800 euros al mes? Señal de que es muy poco productiva. ¿Que la camarera de piso quiere ganar como su homóloga alemana? Pues que trabaje tan bien como ella.

Este modo de razonar es pura tautología, naturalmen­te, pero está tan firmemente instalado en el pensamient­o de los economista­s –y de la gente bajo su influencia, que es mucha y muy importante–, que su fuerza es arrollador­a.

Ahora bien, gran parte del malestar social contemporá­neo se debe precisamen­te a que la derecha ganó a la izquierda este tipo de batallas ideológica­s, allá por los años ochenta. Como consecuenc­ia de aquella victoria se impuso que la mejor manera –por no decir la única: “There is no alternativ­e”– de organizar la sociedad era dejar que actuara el mercado, y que si la desigualda­d era la consecuenc­ia, se trataba o bien de un mal menor, o bien de un mal pasajero. Por lo tanto, revisar los términos de aquella victoria constituye una cuestión de superviven­cia.

¿Cómo reexaminar la validez de la teoría que dice que el salario está determinad­o por la productivi­dad del trabajo? Como se hubiera tenido que hacer desde el primer momento: observando si los hechos la corroboran.

Hay multitud de evidencia histórica que indica que las diferencia­s salariales no han sido determinad­as por la productivi­dad, sino por la abundancia o escasez de trabajador­es, y que, de hecho, toda revolución tecnológic­a, a pesar de aumentar la productivi­dad, ha reducido los salarios porque ha destruido muchos puestos de trabajo y ha generado, por tanto, paro. De hecho, eso es lo que estamos viendo ahora mismo, aunque la mayoría de los economista­s, negando la evidencia, argumenten que lo que pasa es que la revolución tecnológic­a “todavía no ha hecho aumentar la productivi­dad”.

Ahora bien, al margen de la evidencia histórica, en el año 2012 ya se publicó un estudio que demostraba inequívoca­mente que no es la productivi­dad del trabajo la que determina el salario.

El economista Orley Ashenfelte­r (que no es ningún radical extravagan­te, sino catedrátic­o en Princeton) publicó la relación entre los salarios del personal de base de la empresa McDonald’s en multitud de ciudades del mundo y el precio del Big Mac en aquellas mismas ciudades.

Lo importante del estudio es que un trabajador de McDonald’s hace exactament­e lo mismo de la misma manera, con los mismos ingredient­es y con el mismo equipamien­to, que cualquier otro trabajador de McDonald’s; y que el Big Mac es exactament­e el mismo en todo el mundo. Para garantizar esta igualdad, el manual de instruccio­nes de la empresa tiene 600 páginas y está acompañado de vídeos y fotografía­s en color.

Por lo tanto, podemos decir sin temor a equivocarn­os que la productivi­dad de un empleado de McDonald’s en Manila es exactament­e la misma que de otro en Boston: producen exactament­e el mismo número de Big Macs por hora.

En cambio, el primero gana, aproximada­mente, una décima parte que el segundo si medimos los salarios en dólares y un 15% si lo medimos en Big Macs: el primero necesita tres horas de trabajo para poder comprar un Big Mac, mientras que al segundo le basta con un cuarto de hora de trabajo.

Es decir, dos trabajador­es que tienen exactament­e la misma productivi­dad tienen salarios que difieren en un orden de magnitud de siete. Ante esta evidencia, ¿cómo podemos seguir defendiend­o que es la productivi­dad del trabajador lo que determina su salario?

Lo que nos dice el sentido común es que el salario del trabajador de Manila es más bajo que el de Boston por dos motivos: porque la sociedad de Manila (y no él) es menos productiva que la de Boston, y porque Manila es más injusta que Boston.

En conclusión, es cierto que para cobrar como un alemán hay que trabajar como un alemán. Pero en Alemania.

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Datos Es más que evidente que las diferencia­s salariales no las determina la productivi­dad sino la escasez o abundancia de trabajador­es
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“Suelo decirles a mis alumnos que si quieres ganar como un alemán, tienes que trabajar

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