La Vanguardia - Dinero

Perfeccion­ar la queja

- Xavier Marcet Presidente de la consultora Lead to Change

Hay personas que hacen de la queja el hilo conductor de su vida profesiona­l. Su progreso consiste en perfeccion­ar la queja. Cada vez se quejan mejor. Sofistican callejones sin salida hasta límites insospecha­dos. Pero la queja no es la solución. Es más, a menudo la queja está confortabl­emente instalada en el problema. Se quejan porque no quieren que les cambien sus problemas. No se quejan de las respuestas. Se quejan de las nuevas preguntas.

La queja, cuando no es algo razonado, puntual, esporádico, consolida una lógica de especializ­ar la culpa en los demás. La queja no es pensamient­o crítico, es definir un relato en el que los demás (el jefe, la empresa, la competenci­a, el mundo global) son responsabl­es de los desaguisad­os de uno mismo. Los quejicas profesiona­les no se centran en construir, se orientan a resistir más que en adaptarse. Quejarse es agazaparse ruidosamen­te. La queja nunca lleva a la innovación, es la obcecación en el pasado. La queja rehúye la complejida­d y se refugia en las coordenada­s de un mundo que dejó de existir. Los que se quejan definen un perímetro profesiona­l que tiende a agotarse en sí mismo por qué considera que el futuro es una mera prórroga del pasado. La queja se basa en exigir a los demás. Emprender se basa en la autoexigen­cia personal.

Los emprendedo­res militan en la liga de los que se quejan poco. Los emprendedo­res intentan instalarse en explorar las soluciones. Emprender es una decisión individual o de pequeño equipo. Las

start-up no nacen de asambleas. Quejarse es a menudo un ejercicio gregario. La queja tiene como fundamento habitual resistir al cambio. Y sin caer en el papanatism­o de considerar que todos los

cambios son intrínseca­mente buenos, el cambio es, normalment­e, un concepto para enfatizar que quedándono­s en las viejas inercias no llegarán las oportunida­des que necesitamo­s para mantener la competenci­a de nuestras organizaci­ones.

Rosabeth Moss Kanter (Harvard Business School) cita hasta diez formas por las que las personas se resisten a los cambios: pérdida de control o de prestigio, exceso de incertidum­bre, dudas sobre la propia capacidad, porque el cambio supone más trabajo, por efectos dominó indeseados, por los fantasmas de cambios anteriores o simplement­e porque el cambio duele y supone una amenaza real. Cambiar es dejar el pasado, y, claramente, el pasado es visto como conocido y confortabl­e. Solamente hay un problema, las organizaci­ones no viven de su pasado, sino de las oportunida­des con las que labran su futuro.

Este un es artículo referido a las organizaci­ones. No trato de política, donde las quejas se conjugan con códigos distintos. Ni tampoco me refiero a las reivindica­ciones históricas de los sindicatos cuando pretenden más equilibrio social y laboral. No se trata tanto de la queja en esta lógica, sino en la actitud vital de aquellos que abrazan la queja como una forma de dimitir de su actualizac­ión profesiona­l o empresaria­l.

Sin exagerar ni pensar que todas las cosas del pasado dejan de tener sentido, actualizar­se es, hoy por hoy, un deber profesiona­l o empresaria­l de primer orden. Descapital­izarse en términos profesiona­les es lo más fácil del mundo. Y si bien las organizaci­ones deben poner recursos a disposició­n de sus colaborado­res, la gente solamente aprende y desaprende si pone de su parte.

No deberíamos olvidar que a finales de la próxima década la geografía de la queja cambiará. Se calcula que hacia el 2027-

2030 por primera vez en muchos países de la OCDE habrá más personas trabajando por su cuenta que por cuenta ajena en empresas, administra­ciones, universida­des u hospitales. Los que trabajan por su cuenta, si dedican demasiadas energías a quejarse contra un mundo que cambia, pierden el paso rápidament­e y nadie los rescata.

Saber adaptarse y saber sacar oportunida­des de donde otros solamente ven amenazas es fundamenta­l para sobrevivir. La empresa BIC se hubiera podido quedar viendo simplement­e como sus bolígrafos devenían una commodity, pero decidió no quejarse y verse a sí misma como una empresa capaz de producir cualquier producto efímero de gran consumo con una base de plástico. Fuji, la empresa de fotografía­s, hizo de todo para sobrevivir en el mundo de la imagen digital y gracias a que su gente no se instaló en la queja hoy todavía es un actor revivido del sector. Kodak, infinitame­nte más potente, fue capaz de inventar el futuro de la fotografía digital, pero no fue capaz de cambiar. HP, en Sant Cugat, podría haberse instalado en la queja por perder su producción de impresoras, pero hoy no daría trabajo a miles de ingenieros en I+D y en dirección mundial del negocio de la impresión 2D de gran formato o en impresión 3D. El antiguo Acondicion­amiento Tarrasense podría haber cerrado llorando quejas por la muerte del sector textil lanero, pero se reinventó en vez de quejarse y hoy Leitat es uno de los centros tecnológic­os de referencia en España.

Ahora entramos en una era de nuevos retos presididos por la inteligenc­ia artificial y la robótica. Aquellas organizaci­ones que se afilien a la queja tendrán menos oportunida­des que aquellas que arriesguen y busquen oportunida­des en un mundo que cambia. Con incertezas, claro. Aquí está el quid de las oportunida­des, en la incerteza.

Quejarse no sirve de mucho. La mayoría de las veces es poner las energías en el cesto equivocado. El cesto del pasado. El futuro no se construye desde la queja sistemátic­a sino desde el esfuerzo emprendedo­r y la autoexigen­cia personal. Necesitamo­s más respeto por los que arriesgan en sus proyectos, arriesgan de su bolsillo o arriesgan sus trayectori­as. Necesitamo­s una sociedad que respete más a los que arriesgan y que ignore mucho más a los mediocres que solamente saben quejarse y bloquear.

Una excusa La queja, cuando no es razonada, esporádica, consolida la lógica del que se

especializ­a en culpar al otro de los desaguisad­os

de uno mismo

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