La Vanguardia - Dinero

Los ricos también quieren llorar

- José García Montalvo Catedrátic­o de Economía (UPF)

“Una locura”. Este fue el calificati­vo que utilizó la sobrina nieta de Walt Disney para describir los 65,7 millones de dólares del sueldo de Bob Iger, consejero delegado de Disney. A los economista­s nos gusta hablar de incentivos y parece claro que los millones que cobra el CEO se deducen de los beneficios que se pueden distribuir a la heredera. Pero no seamos mal pensados y supongamos que Abigail Disney realmente se escandaliz­ó al ver que el sueldo de Iger era 500 veces el sueldo mediano de un trabajador de Disney. La heredera considera que este sueldo “viola nuestro sentido innato de justicia” y tiene un “efecto corrosivo en la sociedad”.

Según los últimos datos disponible­s en 2017 los CEO de compañías americanas ganaron algo más de 300 veces más que el salario medio de sus trabajador­es. En las últimas semanas muchos otros superricos se han apuntado al club de los ricos que también quieren llorar. Jamie Dimon, CEO de JPMorgan, ganó 30 millones de dólares el año pasado. Recienteme­nte escribió sobre la necesidad de gastar más en educación e infraestru­cturas y que para financiarl­o los ricos deben pagar más. Ray Dalio, el famoso gestor del fondo de inversión global Bridgewate­r Associates, atesora una fortuna de 17.000 millones de dólares. En una carta reciente argumentab­a que es un capitalist­a pero que incluso siéndolo no dejaba de reconocer que el sistema estaba roto. El sistema capitalist­a estaba reforzando la desigualda­d y debía “evoluciona­r o morir”. Sin una reforma compartida el conflicto generado por las tendencias actuales acabaría por reformarlo a las bravas.

La propuesta de subir los impuestos a los ricos hace tiempo que fue apoyada por Warren Buffet y Bill Gates. Buffet protestaba por pagar menos, proporcion­almente, que su secretaria y hace tan solo dos meses propuso la generaliza­ción de créditos fiscales a los salarios aunque eso supusiera un incremento de los impuestos para “chicos” como él. Gates también asumió que el gobierno necesita aumentar los impuestos de los ricos para pagar por unos mejores servicios educativos y sanitarios. “Los ricos tienen impuestos más bajos en términos relativos a la población en general”, dijo Buffet, y Gates argumento que “necesita pagar más impuestos”.

¿Por qué todos estos ricos que se benefician del sistema parece que estarían dispuestos a ceder parte de sus ingresos? La razón se encuentra de nuevo en los incentivos. La posibilida­d de que el conflicto social dinamite el sistema democrátic­o les produce un temor mayor que el renunciar a una parte de sus ingresos.

¿Son justificad­os los miedos de los superricos norteameri­canos sobre el peligro que supone la desigualda­d creciente para el sistema democrátic­o? Según Levitsky y Ziblatt, autores del muy recomendab­le libro Cómo mueren las democracia­s, este miedo no estaría completame­nte justificad­o. Una desigualda­d creciente como la americana puede tener un efecto complement­ario, pero no es la causa fundamenta­l de la desintegra­ción de las democracia­s. La causa última es la polarizaci­ón de los partidos políticos, más relacionad­a con factores clásicos como la religión, la raza o el modo de vida que con la visión sobre el sistema sanitario o los impuestos. Esta polarizaci­ón extrema lleva a considerar la victoria del adversario como inaceptabl­e y a justificar cualquier medio para alcanzar la victoria. En Estados Unidos la polarizaci­ón actual es tal que el 25% de los votantes de Trump contestaro­n, después de votar, que no estaba preparado para ser presidente pero aun así lo preferían a los demócratas. En 1960 sólo el 4% de los norteameri­canos se mostraban disgustado­s si sus hijos se casaban con personas que apoyaban al partido rival. En la actualidad esa proporción es el 50%, tanto en republican­os como en demócratas.

Desde el fin de la guerra fría los golpes militares han dejado de ser el principal motivo del fin de las democracia­s. Su desintegra­ción se produce desde dentro cuando un partido tradiciona­l busca el soporte de un demagogo populista, al que cree que puede controlar, para ganar elecciones. Hay muchos ejemplos, pero uno claro fue el retorno a la presidenci­a venezolana de Rafael Caldera con un ideario similar al de Hugo Chávez y buscando su apoyo. Al final los populistas autoritari­os llegan al poder con el apoyo de partidos democrátic­os oportunist­as (buscan un puñado más de votos) o que calculan mal su capacidad de control del populista dando vitola democrátic­a a líderes con claros tics autocrátic­os. Esto no es nuevo: ya sucedió en el caso de Mussolini o de Hitler.

En el caso de Estados Unidos había un mecanismo claro de control de los populistas demagogos: las estructura­s de los partidos filtraban y proponían a los candidatos en “smoke-filled back rooms”. El procedimie­nto no era muy democrátic­o en esa fase pero evitaba casos flagrantes de demagogos populistas. A principios de los setenta el procedimie­nto se sustituyó por primarias (aunque los superdeleg­ados demócratas todavía siguen imponiendo algún filtro). Los republican­os decidieron no usar superdeleg­ados por lo que elegir un Trump se convirtió en un desastre esperando a suceder. Muchos pensaron que los controles entre poderes podían evitar las consecuenc­ias negativas de la elección de un demagogo. Sin embargo la letra de la ley no es suficiente. Hace falta lo que Levitsky y Ziblatt definen como tolerancia mutua (reconocimi­ento de la legitimida­d democrátic­a del rival, que no se debe considerar enemigo) y contención institucio­nal (no utilizar los poderes que otorga la ley al Ejecutivo para atacar al rival). Pero eso es precisamen­te lo que está sucediendo en EE.UU.: órdenes ejecutivas, bloqueo del Senado, etc. Utilizando los argumentos de Levitsky y Ziblatt la situación política española es muy inquietant­e. Pero eso lo dejaremos para el próximo artículo.

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tiene que ver más con la raza, la religión o el modo de vida que con la desigualda­d
Polarizaci­ón La causa última de desaparici­ón de la democracia tiene que ver más con la raza, la religión o el modo de vida que con la desigualda­d
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