El coste del cambio energético
España necesita invertir 236.000 millones de euros en una década para luchar contra los efectos adversos en todos los ámbitos del cambio climático
Hay un principio económico que asegura que nada es gratis, siempre hay alguien que acaba pagando la factura. Esta afirmación es especialmente cierta cuando se habla de la transición energética. Se trata de pasar de utilizar unas tecnologías sucias para producir energía, pero baratas, porque tenemos las infraestructuras del carbón, gasóleo, gas, etcétera, para emplear otras limpias como la eólica, solar, etcétera, pero más caras porque hay que implementarlas. Será el consumidor quien acabe pagando el cierre de las viejas instalaciones y quien afronte el pago de las nuevas para producir electricidad con fuentes de energía no contaminantes.
Por ahora, la transición energética se plantea como un enfrentamiento entre unos políticos desaprensivos a quienes les da igual cargarse el planeta, frente a unos ciudadanos cada vez más concienciados con el deterioro del medio ambiente que desean asegurar el futuro de las nuevas generaciones.
Esta dialéctica no es correcta. ¿Cuántos ciudadanos estarían dispuestos a que se les duplicase el coste del recibo de la luz para contaminar menos? No se puede soplar y absorber a la vez. Luchar contra el cambio climático es caro, y los ciudadanos tiene que pagar la factura. Esto es impopular, y los políticos se resisten a adoptar medidas que les hagan perder unas elecciones.
Para determinadas empresas y sectores intensivos en el uso de energía (siderurgia, automóvil, cerámica, hostelería…) una subida del coste de la electricidad es dramática. Sus productos son más caros que en China, EE.UU., Rusia o parte del tercer mundo donde no han emprendido la transición energética. Muchas de estas empresas sólo tienen una salida: deslocalizarse, lo que implica destruir miles de empleos. Es necesario afrontar una nueva reconversión industrial. Es cierto que las nuevas tecnologías presentan nuevas oportunidades, pero para otras empresas y trabajadores diferentes a los tradicionales.
La ministra de Economía, Nadia Calviño, ha puesto cifras al problema de la transición energética. España necesita invertir 236.000 millones en la próxima década para luchar contra el cambio climático. Parte del dinero lo pondrá el sector público, pero la mayor aportación correrá a cuenta del sector privado (REE, Enagás, Iberdrola, Endesa, Naturgy, etcétera). Conseguir todos los años 23.600 millones no resulta fácil. El ICO colocará en el mercado bonos verdes para captar dinero de los ahorradores y prestarlo a las energéticas, que a su vez se lo cobrarán a los consumidores.
Con estas cuentas no soy negacionista. Tenemos que escuchar también a los economistas que saben de sobra que la transición hay que hacerla sí o sí. Por esta razón insisten en que la energía más barata y menos contaminante es la que no se utiliza. Esta es la asignatura pendiente del discurso ecologista: concienciar a los ciudadanos para que consuman menos. Como muestra, un botón, la carga de los móviles y dispositivos de encendido ( standby) absorben cada noche la energía de una central nuclear. Cuanto más se consume, más se contamina. Resulta contradictorio que se lancen grandilocuentes discursos medioambientalistas mientras se inicia el encendido del exuberante alumbrado navideño de grandes ciudades. Sí, es el chocolate del loro. Pero se mantiene la imagen de que el derroche de luz es gratis desde el punto de vista medioambiental.
Algo parecido sucede con gobiernos conservadores o progresistas, que utilizan el recibo de la luz como instrumento de recaudación fiscal. Resulta menos impopular subir la tarifa de la electricidad, de la que aparentemente nadie es responsable salvo el mercado, que aumentar impuestos para pagar el elevado déficit de las finanzas públicas.
Concienciar a la opinión pública y a los gobiernos para que gasten menos es la única solución para afrontar con rigor y eficacia el tránsito de una energía contaminante a una energía limpia. Lo demás es demagogia.