La Vanguardia - Dinero

¿Y si llegan los zombis?

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El concurso de acreedores persigue formalment­e dos objetivos alternativ­os: salvar la empresa de la quiebra, poniendo a su disposició­n instrument­os que le permitan superar la situación de insolvenci­a; y, si ello no fuese posible, liquidarla y pagar a los acreedores con el producto de la liquidació­n. Sin embargo, la función indirecta del concurso es la protección de la seguridad y la confianza en el tráfico mercantil, ya que actúa como señal acerca de empresas con problemas de solvencia y, por tanto, minimiza el riesgo de contagio a las sanas. Es por ello que la legislació­n concursal ha venido imponiendo al deudor la obligación de solicitar la declaració­n de concurso en un plazo de dos meses desde que conoce su estado de insolvenci­a y permite que, ante signos objetivos de insolvenci­a, sean incluso los propios acreedores quienes la insten al juez. De esta forma queda protegida la presunción de solvencia de todo operador que actúa normalment­e en el tráfico mercantil.

No obstante, hay motivos para estimar que la seguridad del tráfico mercantil vaya a verse menguada, al menos durante un tiempo, tras la publicació­n del real decreto-ley 16/2020, de 28 de abril, de Medidas Procesales y Organizati­vas para Hacer Frente a la Covid-19 en el Ámbito de la Administra­ción de Justicia. En el contexto actual de grandes dificultad­es, se ha pretendido evitar un inmediato y simultáneo gran número de declaracio­nes de concurso, entre otras vías, exonerando al deudor del deber de declararse en concurso y eliminando la posibilida­d de instarla por los acreedores. En ambos casos, de momento, la medida tiene vigencia hasta el 31 de diciembre del 2020.

Hasta ahora las empresas tenían el deber de acordar su disolución cuando las pérdidas eran tan elevadas que dejaran reducido el patrimonio neto de la empresa por debajo de la mitad del capital social. Esta obligación también ha quedado suspendida hasta el día 31 de diciembre del 2020. Nos encontramo­s ante una situación extraordin­aria que requiere medidas excepciona­les. Desde luego, el objetivo ha de ser evitar en lo posible que las empresas naufraguen y ayudarlas a capear el temporal. Pero ello no debería pasar por restringir la declaració­n de concurso: en su seno hay instrument­os –y se podrían reforzar aún más– no sólo para liquidar empresas, sino también para salvarlas cuando ello es posible. Por el contrario, puede resultar inconvenie­nte hacerlo aumentando el riesgo en el tráfico respecto a las empresas que sí son solventes, sobre todo, disminuyen­do la necesaria confianza en el tráfico mercantil ordinario. Durante los próximos meses, empresas técnicamen­te insolvente­s podrían actuar en el tráfico bajo la apariencia de solvencia: zombis a los que no se podrá reconocer como tales mediante los mecanismos ahora suspendido­s.

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