La Vanguardia - Dinero

El ‘macguffin’ de Elon Musk

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Cuando nació, en el 2006, Twitter era aquella web donde los usuarios de Twitter nos encontrába­mos para hablar de Twitter (y de lo contentos que estábamos de habernos conocido, literalmen­te). No sabíamos demasiado bien si Twitter –entonces se llamaba Twittr– era una plataforma de microblogg­ing, un servicio de mensajería instantáne­a, un nuevo e-mail o todo a la vez. Nadie entendía ese servicio, pero era divertido.

Twitter era en su inicio un proyecto personal del ingeniero Jack Dorsey, que trabajaba en Odeo, una empresa de podcasts que tuvo que cerrar cuando Apple incorporó los podcasts a iTunes. Entonces decidieron aprovechar el proyecto de Dorsey a ver lo que salía. Sin modelo de negocio, con una tecnología que le impedía escalar y con la omnipresen­te pantalla de la ballena (“Twitter ha superado su capacidad”), parecía decirnos que tenía los tuits contados. Tuvieron que pasar otros muchos –hoy se publican 350.000 cada minuto– hasta que entendimos qué era en realidad Twitter y, como suele ocurrir con las cosas importante­s, lo aprendimos a base de palos.

Las primaveras árabes del 2010 y el 2011 ya dieron pistas de la influencia que 140 caracteres –hoy 280– podían tener en la vida de las personas. En el 2014, el pajarito azul nos trajo a la vez la informació­n y la desinforma­ción de la invasión rusa de Crimea. Este fue el primer caso de éxito de aplicación de la desinforma­ziya en redes sociales. Rusia utilizó las mismas técnicas –revisadas y aumentadas– en el 2016 para intervenir en la elección de Trump y en el Brexit. Fue precisamen­te Trump quien demostró la fuerza de los 280 caracteres instaurand­o un reino de terror digital; el tuitero más poderoso del mundo, con un solo tuit, hacía caer cotizacion­es de empresas, asediaba a rivales o amenazaba a Corea del Norte de guerra nuclear. Incluso llegó a poner en peligro la democracia de EE.UU. con tuits envenenado­s que culminaron con el asalto al Capitolio por parte de sus seguidores más mermados. Un asalto, recordémos­lo, donde murieron cinco personas. Twitter, como el resto de las plataforma­s, le canceló la cuenta.

Jack Dorsey, entonces el jefe ejecutivo, tuiteó que fue una decisión dolorosa que le hubiera gustado no tener que tomar nunca. Las conversaci­ones entre él y Musk a raíz de los límites de la libertad de expresión y el derecho de Twitter a bloquear usuarios son públicas y notorias; en Twitter se puede encontrar los intercambi­os de tuits. Musk, uno de los tuiteros más relevantes, con más de 80 millones de seguidores –uno de cada cuatro usuarios–, es un fan absoluto del pajarito azul y a la vez uno de sus mayores críticos. Con una media de 4,925 tuits al día, Musk tuitea de forma abierta y transparen­te. En el 2018 tuiteaba: “Mis tuits son literalmen­te lo que estoy pensando en ese momento, no mierda corporativ­a preparada a conciencia, que es en realidad propaganda banal” (sic).

El propietari­o de Tesla se califica a sí mismo de “absolutist­a de la libertad de expresión” y cree que Twitter podría hacerlo mejor. Por eso el 25 de marzo hacía una encuesta a partir del principio de que “la libertad de expresión es fundamenta­l para que funcione la democracia”. Preguntaba a sus seguidores si “¿crees que Twitter se adhiere con rigor a ese principio?”. Advertía en un tuit posterior que el resultado tendría consecuenc­ias. ¡Y si las tuvo! Como el 70,4% de los 2.035.924 de sus seguidores votaron no y muchos le pedían que comprara Twitter, Musk se hizo con el 9,2% de las acciones, convirtién­dose en el socio mayoritari­o. De hecho, Musk demostró tener el superpoder de viajar atrás en el tiempo, porque la compra ya la había hecho el 14 de marzo, ¡once días antes de hacer la encuesta! Elon Musk se sienta hoy en el consejo de dirección de Twitter y, a diferencia de otros miembros, no firmó ningún documento que le impida influir en las políticas de la empresa.

Pero esto, y la falsa polémica del botón de editar tuits una vez publicados, son en realidad un macguffin, el mecanismo argumental que inventó Hitchcock para despistar al espectador. El hilo argumental que realmente cuenta es el de la transición hacia una red descentral­izada y abierta en la que sean los usuarios y no un comité de dirección quien tenga el control. Esta visión es compartida por Jack Dorsey, que ya la había expresado con anteriorid­ad, como dejaba patente en un tuit del 2 de abril: “Los días de Usenet, IRC, la web... incluso Email (con PGP) fueron increíbles. Centraliza­r el descubrimi­ento y la identidad en las empresas realmente perjudicó a internet”. Lo remachaba con un “me doy cuenta de que tengo parte de la culpa y lo lamento”.

Esta visión es transversa­l: en Twitter, en las organizaci­ones que velan por la libertad de expresión y en los organismos reguladore­s. Si lo que ocurre en Twitter –en las redes– tiene impacto en la vida pública, como se ha demostrado sobradamen­te, ¿no deberían tener sus algoritmos un control público? ¿No deberíamos saber cómo funcionan? ¿No deberíamos poder auditarlos? ¿Cómo casa esto con el libre mercado y la iniciativa privada? Pues parece que Elon Musk tiene la solución. El Twitter actual, con su algoritmo de selección de contenidos, pasaría a ser una especie de “lista de reproducci­ón”, una selección de lo que hay en Twitter de acuerdo con unos límites de libertad de expresión, en este caso fijados por la empresa. Su algoritmo sería abierto, esto es, sería auditable, y podríamos conocer su funcionami­ento. A su nivel habría otros algoritmos, también de código abierto y creados por terceros, que funcionarí­an de forma diferente al de Twitter, otras “listas de reproducci­ón”; filtrando los contenidos por otros criterios y con otros límites de libertad de expresión. Los usuarios podríamos escoger con qué algoritmo queremos acceder a Twitter como escogemos con qué navegador accedemos a la web. Así de sencillo y así de complejo de realizar.

Hay quien ve a Musk como un superhéroe de la Marvel que salvará al mundo con sus iniciativa­s de SolarCity, Tesla, SpaceX y ahora Twitter. Hay quien le ve como un supermalva­do de James Bond, que con su solución para Twitter lo fragmentar­á aún más. Quizá sí, quizá todo es un gran macguffin y lo que quiere en realidad es hacer del mundo un lugar aún más inhabitabl­e para llevarnos a todos a Marte.

Si lo que pasa en las redes tiene impacto en la vida pública, como se ha demostrado, ¿no deberían tener sus algoritmos

un control público? ¿No deberíamos poder auditarlos?

2014

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2019

2020

2021 su futuro pasa por ser mayoritari­amente híbrido.

Esperábamo­s este informe como agua de mayo para que arrojara un poco de luz sobre las confusas cifras que están moviendo los NFT artísticos. La primera aportación de McAndrew ha sido separar el grano de la paja, es decir, de ese universo de ventas de NFT en el 2021 que dos periodista­s de The Financial Times se atrevieron a estimar en al menos 40.900 millones de dólares, ella ha discrimina­do una primera subcategor­ía, la que comprende NFT de arte y colecciona­bles, que estima en 11.100 millones, y otra, la de los propiament­e “artísticos”, que los ajusta a 2.600 millones. Difícil diferencia­ción, sí, pero aporta un dato a mi entender fundamenta­l: mientras que en el 2020 el grueso de las transaccio­nes sobre NFT artísticos, un 75%, era sobre ventas primarias, en el 2021 el contexto cambió radicalmen­te, pues el 73% eran reventas. En otras palabras, su mercado ha atraído a compradore­s muy especulati­vos que de media compran y venden estas creaciones en menos de un mes, cuando en el mercado tradiciona­l del arte el periodo medio de reventa oscila entre los 25 y 30 años.

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Héroe o villano La visión del nuevo socio mayoritari­o de Twitter de descentral­izar la red soluciona problemas antiguos, pero crea nuevos
2013
FUENTE: Arts Economics (2022)
Los NFT de arte se revenden en menos de un mes; el arte tradiciona­l, en 25 años
LA VANGUARDIA
Etnógrafo digital Héroe o villano La visión del nuevo socio mayoritari­o de Twitter de descentral­izar la red soluciona problemas antiguos, pero crea nuevos 2013 FUENTE: Arts Economics (2022) Los NFT de arte se revenden en menos de un mes; el arte tradiciona­l, en 25 años LA VANGUARDIA

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