Brexit y thatcherismo, a examen
Los conservadores británicos cuestionan sus principios económicos y no saben cómo responder a la crisis
Desde principios de los ochenta, la ortodoxia thatcherista de austeridad, prudencia monetaria y rigor fiscal, de libre mercado y un Estado pequeño con pocas regulaciones y los impuestos más bajos posibles, ha sido el abecé de los conservadores británicos. Tal dogma de fe que hasta los gobiernos laboristas de Tony Blair y Gordon Brown la asumieron parcialmente, privatizando incluso aspectos de la sacrosanta y deteriorada sanidad pública.
A ese mandamiento de la economía se unió desde hace un par de años el Brexit, con su idea de control de la inmigración y las fronteras, de ruptura con la burocracia de Bruselas, con el objeto de desarrollar un modelo inspirado en la tradición mercantil inglesa, una especie de Singapur europeo que atrajera la inversión exterior con el incentivo de una carga fiscal mínima, y suscribiera sus propios tratados comerciales hechos a medida con los Estados Unidos, China, Japón, India...
Pero la pandemia, los precios galopantes de la energía, la inflación y la crisis del coste de la vida que se avecina han hecho tambalear los dos pilares de la economía según los tories: el thatcherismo y esa interpretación del Brexit. El Partido Conservador, dividido hasta el tuétano, ha perdido el rumbo y no sabe hacia dónde tirar.
A pesar de su ultraconservadurismo social en temas de guerra cultural, bandera, ley y orden, Boris Johnson se ha visto obligado a aparcar los principios thatcheristas a los que juró lealtad inquebrantable, y gastó 500.000 millones de euros durante la pandemia para pagar los sueldos de trabajadores de empresas en peligro de cierre y evitar que se fueran a la quiebra, una política mucho más socialdemócrata que tory tradicional, explicada por las circunstancias excepcionales y aprobada por la gran mayoría de ciudadanos. Pero contra la que desde el principio puso objeciones el sector más ortodoxo del Partido, opuesto a un Estado grande y generoso, al endeudamiento público y a darle a la máquina de hacer dinero por muy bajos que estuvieran los tipos de interés. Pronosticaban, y así está resultando, que era una receta segura para la inflación, y más aún en una economía tan poco productiva como la británica.
El dilema entre Estado grande o pequeño, ortodoxia thtacherista o keynesiana, ha fragmentado a los tories entre los del norte inglés pobre, deprimido y desindustrializado, y los del sur próspero. Los primeros quieren más inversión y gasto público, sin preocuparse de cómo pagarlo, mientras que los segundos demandan prudencia, y se oponen a que su idílica campiña sea contaminada con la construcción de los cientos de miles de viviendas populares que hacen falta (su construcción lleva años paralizada, y los jóvenes no tienen acceso al mercado de la propiedad).
Pero lo que realmente ha provocado un cisma entre los conservadores es la subida de impuestos de Johnson para financiar todo el gasto de la pandemia, las ayudas para compensar el coste de la energía (un paquete de 20.000 millones de euros, sufragado solo en parte por una tasa a los beneficios de las empresas de gas y petróleo) y los parches a la desastrosa sanidad pública, que han elevado la carga fiscal a la más alta en setenta años, desde que el laborista Clement Atlee sucedió a Churchill en Downing Street tras el final de la II Guerra Mundial. Y ello, cuando los bolsillos se van a quedar medio vacíos por la inflación, una tormenta perfecta.
La Administración Johnson ha subido los impuestos más que Blair y Brown en sus trece años en el po