La Vanguardia - Dinero

Momento Sputnik

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Se va la generación que marcó el final del siglo XX. Ha fallecido la reina Isabel II, figura histórica que entronca el pasado imperial del Reino Unido con un futuro nebuloso. Se ha ido también Mijaíl Gorbachov, hombre que cambió el mundo y al que el mundo olvidó. Gorbachov liquidó la guerra fría, cuyo cenit fue la caída del muro de Berlín, en 1989. Francis Fukuyama declaró entonces “el fin de la historia”. El mundo se encaminaba a una larga pax americana . La libertad económica y la democracia política iban a extenderse plácidamen­te por todo el planeta. Pero no ha sido así. Tres décadas después, la historia no ha acabado.

Una nueva globalizac­ión ha llegado en tres actos. El primero fue la crisis de Huawei: por primera vez una potencia extranjera superaba a Estados Unidos en una tecnología digital estratégic­a. Trump vetó a esta empresa ante el temor de ver su país plagado de antenas 5G chinas y desató una guerra arancelari­a. El segundo acto fue la crisis sanitaria de la covid. El tercero, la crisis energética que viene de Rusia. El tiempo histórico se acelera: China, actor inesperado en el nuevo orden, desborda a Estados Unidos en producción científica. Y Estados Unidos, un país roído por la desigualda­d, extiende vetos y prohíbe la instalació­n de fábricas de tecnología avanzada en China. El mundo se fragmenta, y nos abocamos a un gran momento de transición: lo viejo no acaba de morir, lo nuevo no acaba de nacer.

A Europa, el continente ingenuo, le tiemblan las piernas. Sin independen­cia energética, ni tecnológic­a, ni industrial, ve cómo su incierto futuro se decide en Ucrania. Quizá es un momento Sputnik, de respuesta estratégic­a europea. Así han sido los momentos Sputnik, cuando Estados Unidos creó la NASA ante la evidencia de que los soviéticos podían colocar satélites en órbita, o cuando China se percató de la importanci­a de la inteligenc­ia artificial al vencer un algoritmo de Google al campeón asiático de Go. En Europa hay que recuperar autonomía estratégic­a, y el tiempo perdido desde que se firmó la Agenda de Lisboa (2000), cuando la UE se conjuró para ser la “economía más competitiv­a del mundo basada en conocimien­to”. La solución a los problemas del futuro está en la ciencia y en la tecnología: ante los problemas energético­s, más y mejor I+D sobre renovables. Ante la falta de competitiv­idad, más y mejor I+D industrial. Ante problemas alimentari­os, más y mejor I+D en proteína artificial, fertilizac­ión o desaliniza­ción. Europa puede ser un actor clave en la geopolític­a de los próximos años, pero debe superar su famosa paradoja: el fallo en convertir avances científico­s en riqueza y empleo.

Esa paradoja es especialme­nte intensa en España. En el 2020, el sistema científico español publicó más de 100.000 artículos de investigac­ión, que elevaron al país hasta la 11.ª posición mundial. El 60% de ellos aparecen en las revistas más relevantes, y se citan un 30% más que la media mundial. En algunos ámbitos, como la covid, ascendemos al 7.º lugar. En España se genera el 3,3% de la producción científica mundial, cuando representa solo el 0,6% de la población del mundo. Catalunya acumula todavía más intensidad y excelencia investigad­ora. Sin embargo, la capacidad de transferir los resultados de la investigac­ión a la sociedad y a la economía es muy exigua. Las universida­des públicas españolas registran únicamente unas 600 patentes por año. IBM registra 9.000. Nuestro sistema científico tiene una calidad y una masa crítica notable, pese a sus condicione­s a menudo precarias. Pero la capacidad de conversión de la investigac­ión en invencione­s industrial­izables es baja. ¿Nos imaginamos la potencia transforma­dora de esa masa crítica bien financiada, motivada, y con sistemas de incentivos adecuados que conviertan rápidament­e las ideas en oportunida­des de mercado, patentes y nuevas empresas de base tecnológic­a?

Aun así, no sería suficiente. Hemos creado sobreexpec­tativas en la comerciali­zación de los resultados de investigac­ión. Realmente, no es eficiente, ni a menudo posible, investigar y buscar luego posibles aplicacion­es a la investigac­ión. Seguimos inmersos en el infantil modelo de la “I+D+i” que concibe la innovación (con “i” minúscula) como un apéndice menor de la investigac­ión. Ni toda la investigac­ión científica se puede convertir en innovación (de hecho, solo una parte infinitesi­mal lo hará), ni toda la innovación empresaria­l proviene de la investigac­ión científica. La innovación es un fenómeno complejo de interacció­n entre la demanda del mercado, el empuje de la tecnología y el talento directivo y emprendedo­r.

Ciencia e innovación son dos fenómenos relacionad­os, pero no secuencial­es. Responden a naturaleza­s diferentes. Los resultados científico­s de excelencia surgen del trabajo en redes académicas globales. La conversión de esos resultados en realidades de mercado solo es posible si existen redes locales de empresas capaces de absorber ese conocimien­to. Así, una publicació­n sobre semiconduc­tores realizada en Estados Unidos puede ser la base de un nuevo proceso productivo en Taiwán o en Dresde (donde existen clústeres de chips electrónic­os). Gana quien antes aplica el conocimien­to. La ciencia es global, pero la innovación es local. Ambas se deben estimular en paralelo.

Hay que cambiar nuestra perspectiv­a de la I+D. Nuestro reto es desarrolla­r esas redes territoria­les de innovación, formadas por empresas que tengan potentes departamen­tos internos de I+D que hagan investigac­ión a largo plazo y traccionen (subcontrat­en) a universida­des. Hay que conseguir que las empresas interioric­en la I+D como proceso estratégic­o de negocio. En España, la inversión empresaria­l en I+D representa solo el 0,7% del PIB. En Corea del Sur es cinco veces mayor. En Estados Unidos, el triple. La media de la UE es el doble. Tenemos que introducir ADN investigad­or en las compañías para generar tejido de alta tecnología. Y para ello, necesitamo­s una política científica que no discrimine la investigac­ión con empresas, y una ambiciosa política industrial cuyo objetivo sea el estímulo de la I+D empresaria­l. Es nuestro momento Sputnik. Y Fukuyama se equivocó: la historia no ha acabado. Acaba de empezar.

Europa puede ser un actor clave en la geopolític­a de los próximos años, pero debe superar su famosa paradoja: el fallo en convertir avances científico­s en riqueza y empleo

El estand de la Poligrafa de Barcelona fue reconocido como uno de los más interesant­es de la feria por ‘The New York Times’

con las ferias de Basel y Frieze. La directora, Nicole Berry, lo argumentab­a: “No somos grandes solo para ser grandes, sino porque la demanda existe y el espacio lo justifica”. Durante la jornada VIP se especulaba sobre por qué algunas megagalerí­as no participab­an este año, pero como me dijo un día el galerista Casey Kaplan, en Nueva York la feria la tenemos cada día. Solo tres galerías españolas asistieron, Senda, Max Estrella y Poligrafa Obra Gráfica, pero esta fue reconocida como una de las 13 mejores propuestas por The New York Times.

El último informe de Arts Economics sobre el mercado en la Gran Manzana estimaba que la ciudad representa ella sola el 90% del total del mercado americano y tiene la mayor concentrac­ión de millonario­s y multimillo­narios del globo. Con estos activos no es de extrañar que su gran feria tenga un futuro prometedor.

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Tres focos La innovación es un fenómeno complejo de interacció­n entre el mercado, la tecnología y el talento emprendedo­r
Una gran acogida
La Gran Manzana acapara por sí misma el 90% del total del mercado americano
THE ARMORY SHOW Profesor de Innovación de Esade Tres focos La innovación es un fenómeno complejo de interacció­n entre el mercado, la tecnología y el talento emprendedo­r Una gran acogida La Gran Manzana acapara por sí misma el 90% del total del mercado americano

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