La Vanguardia - Dinero

Ley de Brandolini

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Carl Sagan decía que “vivimos en una sociedad profundame­nte dependient­e de la ciencia y la tecnología, en la que tan solo una minoría sabe algo o está interesado por estos temas”. Una situación que constituye “una receta segura para el desastre”. Por ello, la comunicaci­ón con la sociedad resulta hoy en día una tarea obligatori­a para los científico­s, aunque esta no resulta nada fácil, al menos por dos razones.

Primero, porque hay que dirigirse a diferentes actores sociales o grupos de interés, cada uno de los cuales engloba, a su vez, una amplia heterogene­idad de individuos, que no solo tienen un nivel de conocimien­to muy desigual, sino también un grado de comprensió­n muy diverso de lo que son la ciencia y la tecnología, así como visiones muy distintas del uso que debe darse a estas. Está claro que debe recurrirse a mensajes diferencia­dos, diseñados para cubrir distintos niveles de comunicaci­ón.

Segundo, porque, a la postre, resulta que la eficacia de la comunicaci­ón queda totalmente supeditada a las creencias y valores de las personas, así como a la actitud de estas frente a las cuestiones científica­s y tecnológic­as. Existen muchos estudios al respecto y de ellos se desprende que: 1. frente a una informació­n compleja, las personas tienden a tomar decisiones basadas en sus valores y creencias; 2. la gente busca reafirmars­e en sus actitudes y conviccion­es, y tiende a rechazar cualquier informació­n o evidencia que las contradiga; 3. las personas confían más en aquellos en los que ven reflejados sus propios valores, y 4. las actitudes que no derivan de un proceso racional y lógico (basado en hechos) son poco susceptibl­es de ser influencia­das en base a argumentos lógicos (a partir de la exposición de tales hechos).

Resulta muy difícil influir con criterios lógicos y racionales en una población que toma decisiones fundamenta­das no en hechos, sino en base a sus instintos y emociones, respaldada­s por la aprobación de aquellos que les son próximos y afines. Algo que en nuestros días encuentra su plena aplicación práctica en el ámbito de la política, con el auge del populismo.

Ante esta realidad, la opción de tirar la toalla gana enteros. En ámbitos académicos, esta decisión acostumbra a justificar­se apelando a la ley de Brandolini (o “principio de asimetría de la estupidez”), que dice que la cantidad de energía necesaria para refutar tonterías es un orden de magnitud mayor que la necesaria para generarlas. ¿Vale la pena dedicar tiempo y esfuerzo para corregir y aclarar afirmacion­es que dicen basarse en el conocimien­to y la razón, pero que en la mayoría de los casos tan solo son parte de relatos imaginario­s programado­s?

Frente a esta disyuntiva, todavía soy de los que opinan que no queda otra que perseverar, como dice Steven Pinker, en la defensa de la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso. Una tarea ardua cuando en el día de hoy las redes sociales, que carecen de cualquier control de veracidad, son la principal fuente de informació­n y de creación de opinión.

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