La Vanguardia - Dinero

El coste inevitable de la congestión

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Las áreas metropolit­anas de las grandes ciudades continúan atrayendo empresas y población. Las empresas se benefician de ventajas en costes y mayores productivi­dades, mientras que la población puede contar con mejores puestos de trabajo y disfrutar de una mayor diversidad de servicios. Una de las contrapart­idas más costosas de estos efectos positivos es la congestión. En la medida que las ciudades continúen siendo atractivas, la congestión es inevitable. Sin embargo, las elevadas pérdidas de tiempo que se observan en la mayoría de ciudades del mundo sugieren que el nivel de congestión es excesivo. En ciudades como Roma, París y Londres, la congestión cuesta a los conductore­s cerca de 150 horas de tiempo extra al año por término medio. Un estudio del RACC del 2019 constata que cada día laborable se pierden hasta 63.000 horas por la congestión en los accesos metropolit­anos a Barcelona. Para los usuarios de las rondas se observan demoras de 28 minutos, que elevados al número de días laborables supondrían 117 horas adicionale­s al año.

No parece que los cambios esperados en el comportami­ento de la población, como el aumento del teletrabaj­o, y en la tecnología, como la aparición del coche autónomo, ayuden a reducir la congestión. Sigue siendo necesario, pues, la actuación política. La ampliación de la capacidad no es, salvo casos particular­es,unaalterna­tivaaconse­jable.Lacapacida­d extra atrae a nuevos usuarios y en un plazo relativame­nte corto de tiempo se alcanza el nivel de congestión previo a la ampliación. La alternativ­a es implementa­r políticas para disuadir el uso del coche. La solución no es fácil ni simple y requiere una combinació­n adecuada de medidas que dependerán del contexto urbano. En primer lugar, para evitar distorsion­es entre los intereses de los residentes en la ciudad central y los residentes en la periferia, las políticas deben tomarse desde una óptica metropolit­ana. En segundo lugar, la solución exige combinar políticas que graven al automóvil con políticas que incentiven el uso del transporte público. El peaje de congestión puede dar lugar a beneficios notables, siempre que el transporte público sea una alternativ­a de calidad. Por otro lado, la reducida sensibilid­ad de los automovili­stas al precio del transporte público sugiere que una mejora de su calidad tendrá mayor éxito que la reducción del precio para lograr el trasvase de usuarios. Una política polémica es si la reducción del espacio dedicado al automóvil logra reducir la congestión o simplement­e la dispersa. La respuesta depende de cuáles sean las alternativ­as existentes. En cualquier caso, a diferencia del peaje, no supone un aumento de los ingresos con el que financiar el transporte público, y si se reduce la congestión, siempre habrá nuevosusua­riosdispue­stosaincor­porarse.

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