¿Tienes buenos compañeros de trabajo?
Los profesionales con impacto positivo juegan en equipo, cuidan las relaciones, son generosos y optimistas
Gonzalo Ónega es un exfutbolista que actualmente ejerce de entrenador en el Club Deportivo Guadalajara. Más allá de los logros deportivos, es conocido por el interés que suelen despertar sus ruedas de prensa, especialmente cuando habla de la gestión del vestuario. De hecho, se acaba de viralizar por las redes sociales un vídeo en el que Ónega expresaba su opinión sobre la importancia de tener jugadores de equipo. Lo hacía con estas palabras: “Me gustan muy poco los egos y las individualidades, ya que acaban lastrando la calidad humana del grupo y disminuyendo el rendimiento colectivo”.
El entrenador del Guadalajara sabe que un vestuario de fútbol, como cualquier otro tipo de organización, se edifica sobre los pilares de las relaciones personales. Y no le falta razón, ya que varios estudios demuestran que el ambiente laboral es uno de los factores más valorados por los trabajadores, con índices de apoyo superiores al 90%. Asimismo, estar rodeado de buenos compañeros también tiene efectos positivos en los resultados, ya que incrementa el compromiso y aumenta la productividad, tal y como se desprende de las investigaciones de la consultora Gallup.
¿Y cómo tiene que ser un buen compañero de trabajo? Seguro que la mejor respuesta la podemos encontrar ejemplificada en alguna persona que hemos conocido a lo largo de nuestra trayectoria profesional y que ha acabado convirtiéndose en una pieza esencial de nuestro crecimiento. Todos podemos poner una cara distinta al compañero ideal, aunque existen algunas características compartidas que merece la pena destacar.
La primera es la que nos recordaba Gonzalo Ónega, y tiene que ver con la virtud de saber vincular los intereses particulares a los colectivos, estableciendo un equilibrio que evite cualquier acción que atente contra el bienestar grupal en aras del éxito individual. Son los jugadores de equipo, tan valorados por sus compañeros como preciados por sus superiores.
La segunda cualidad común entre los buenos compañeros es que su relación con los demás trasciende la faceta estrictamente profesional para adentrarse también en la parte más humana. Cuando se hace con honestidad, establecer una interacción holística con las personas permite que afloren valores tan relevantes como la empatía, la comprensión o la solidaridad. Sobre esta cuestión, una encuesta de la empresa MichaelPage asegura que el 63% de los empleados españoles mantiene contacto con sus compañeros fuera del entorno laboral. Además, el 50% no lo hace por temas relacionados con el trabajo.
Otra competencia para el buen compañerismo profesional es la generosidad, en el sentido amplio del término. Y es que existen dos tipos de personas: las que solo te compadecen en las penas y las que también se alegran (sinceramente) de tus triunfos. Es mejor quedarse con las segundas, ya que son las generosas de verdad, despojadas de inseguridades y envidias, sin miedo a compartir información y conocimiento, siempre dispuestas a tomar un café cuando el otro más lo necesita.
Y si tuviéramos que citar una cuarta característica, podríamos destacar la actitud mental positiva. Porque el buen compañero es el que nos despierta una sonrisa cada mañana, el que nos aporta una visión optimista y sabe focalizar en la mitad llena de la botella. En definitiva, el que nos anima a seguir sumando porque nos contagia con la filosofía que describió el escritor Tony Robins: “Los grandes profesionales dedican un 5% del tiempo al problema y un 95% a la solución”.
La otra cara de la moneda
Así como un buen compañero puede tener una incidencia muy positiva en el desarrollo profesional, cruzarse con compañeros tóxicos también puede ser decisivo para lastrar futuros prometedores. Según la profesora Tessa Wes, tenemos que evitar siete categorías de trabajadores: el que compara, el oportunista, el egoísta, el que va por libre, el micrománager, el negligente y el mentiroso.
DATO
90%
Puntos débiles Desequilibrios fiscales recurrentes, inflación y control de la actividad productiva, algunos de los males del país
Tengo la suerte de estar visitando Argentina. Infinidad de riqueza y posibilidades, pero también abundantes y recurrentes problemas. Con comentarios conocidos, como la opinión generalizada de que su situación económica relativa es notablemente peor que la que tenía en las décadas de los cuarenta y cincuenta. El momento es oportuno ante la segunda vuelta de las elecciones presidenciales argentinas, que será el 22 de octubre. Hay una gran expectativa y muchos nervios tras la victoria de Javier Milei en las primarias, hace dos semanas. Milei ha generado polémica hasta en la definición de sus políticas. Para los medios de comunicación internacionales, es un político de extrema derecha. Para la prensa nacional argentina, representa la “derecha libertaria”.
No había estado en Argentina desde hace 26 años. Sin embargo, he observado elementos favorables, como la modernización de infraestructuras críticas de transporte y de parte de su estructura productiva y un potencial enorme de su capital humano. Mucha formación que debería aprovecharse –con los incentivos correctos– en una economía global que pugna por el talento. También hay un importante espíritu crítico de los más jóvenes por el futuro del país, más que en otras latitudes. Y a pesar de los saqueos (aislados) de esta semana, Argentina cuenta con mucha mayor estabilidad social que otros países del continente.
El país ganador –y feliz– del último Mundial de Qatar está nuevamente con una inflación por encima del 100% y “flirteando” con el impago internacional. Con una situación monetaria imposible. En medio de esta carrera presidencial, sorprendentemente (y con miedo), la idea que surge es desmantelar buena parte del Estado. No se puede descartar una nueva decepción de las políticas tras las votaciones de octubre, una más.
Las principales dificultades actuales vienen, entre otros factores, de desequilibrios fiscales recurrentes, fuente evidente de inflación. También del gran control de la actividad productiva, sobre todo del sistema financiero –con excesiva exposición a los riesgos internos– y causa el constante repudio de los argentinos hacia su gobierno y su moneda. Un déjà vu del pasado. La experiencia del 2001 con la dolarización –Argentina importó su crisis del exterior al revalorizarse la divisa estadounidense– debería descartarla, aunque ahora se ha propuesto nuevamente.
Solamente una estrategia de reformas de largo plazo funcionaría. Además, Argentina debe buscar su lugar en una economía global que se desgaja en porciones de peso geopolítico –EE.UU. versus China– con problemas de inflación, cambiarios y de productividad. Debería tener un papel determinante Mercosur si se refuerza con una mayor integración en este entorno de intentos de integración monetaria y control de precios. Viene una especie de invierno tenso sobre la primacía mundial en comercio y tecnología, con implicaciones monetarias y cambiarias, y todos los países deben prepararse para aprovechar las abundantes posibilidades.