La Puerta de los Arenales
En los confines de Egipto, entre dunas, el español Juan José Zuloaga construye una hostería revocada en tierra, arcos ojivales, humildad y hermosura
Asu casa se puede llegar por carretera o a través de las dunas, estas dunas que, según los beduinos que viven alrededor de Juan José Zuloaga, son de sexo masculino y femenino.
En un extremo del oasis de Farafra, el más pequeño de los oasis del desierto occidental, en la provincia de Wadi Jedidi, una de las más extensas de Egipto, se halla el pueblo de Abu Munkar (el pico del ave), habitado por beduinos, saaqdis, felahin o campesinos. Los pozos de agua perforados en el tiempo del rais Gamal Abdel Naser, en la década de los años cincuenta, hicieron crecer su vecindario. Allí, en la última frontera del desierto y en este territorio poblado, limítrofe con Libia, Juanjo ha fundado su casa, una casita revocada en tierra, con sus dos arcos ojivales y sus poyetes, al estilo de la construcción con materiales pobres del gran ar- quitecto egipcio Hasan Fathy.
Empezó la obra hace un par de años ayudado por los hombres de la tribu Zidan, que trabajan como albañiles junto a otros procedentes de Asuán para levantar el pabellón abovedado de adobe y ladrillo de la cafetería y restaurante y la otra dependencia de esta hostería, que es como un refugio en este confín del desierto.
Para amojonar la finca, fijar sus lindes en los movedizos arenales, empleó el GMS a fin de establecer con precisión su superficie a la hora de redactar el contrato de compraventa. Alto, con un fular alrededor del cuello, tocado con su sombrero de paja, da vueltas por este recinto edificado contra viento y marea, atento al trabajo de los albañiles.
Juanjo, que durante doce años construyó casas en el Maresme, a veces con sus propias manos, es además un artista de la madera y diseña muebles. Hace cinco años, antes de estallar la crisis de la construcción en España, decidió emprender con sus ahorros su aventura creativa y libre en Egipto, eligiendo su refugio de Abu Munkar, en el extremo de una ruta turística aún poco frecuentada, donde le sorprendió la incipiente primavera árabe.
Cuando llegaron a este remoto paraje de Wadi Jedid los impulsos revolucionarios de la plaza Tahrir, sus vecinos beduinos le arroparon. Juanjo Zuloaga, Abu Dajla, “mi amigo del desierto”, como le llama Kim Amor, no abandonó su sueño entre humildes casas de barro y adobe, con tapias ocres, pequeños palmerales, verdes campos en los que pacen re- baños de ovejas, vacas y caballos, y las dunas, el océano sin fin de las dunas.
Cuando se levanta al alborear del día, ve ante su puerta estas dunas que a veces atraviesa o contornea, en difíciles maniobras, con su todoterreno, como en un juego de montañas rusas, como un ejercicio de arriesgado surf.
Es un artista superviviente volcado en esta laboriosa obra para erigir arcos blancos, bóvedas de barro, maderos pacientemente traídos de lejos. Gracias a los beduinos pudo emprender su edificación. El joven Mehdi le echa una mano en los farragosos trámites burocráticos.
“Una obra bien hecha es un regalo para la comunidad”, dice este hombre austero, aventurero, amante de la libertad. A 650 kilómetros de El Cairo, en esta última frontera del mundo, espera poder vivir de su negocio con la ilusión de un superviviente.
Ha bautizado su hostería La Puerta de los Arenales y espera inaugurarla en primavera. Será una etapa en el camino de los viajeros a través de los poco conocidos oasis de Basheiya y Farafra, en el oeste de Egipto.