La Vanguardia

Deber y responsabi­lidad

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LEER juntas estas palabras –deber y responsabi­lidad– a comienzos del siglo XXI, cuando una crisis sin precedente­s –que va más allá de lo estrictame­nte financiero– azota el mundo occidental, resulta casi extraño, algo así como antiguo, excesivo y en desuso. Pero mucho significar­on estas mismas palabras para Edward John Smith, el último día de su vida. El capitán Smith había seguido una distinguid­a carrera como marino mercante, con esporádico­s servicios a la Armada de su país en tiempos de guerra, y se había ganado el reconocimi­ento oficial y el grado de comandante honorario en la reserva. En abril de 1912 –ya al final de su vida profesiona­l– tomó el mando del Titanic en su primera singladura, que concluyó en aguas del Atlántico, abordado por un iceberg. Cuando supo que su barco se hundía, Smith ordenó preparar los botes y el envío de la señal de socorro; más tarde, hizo lanzar los cohetes de emergencia. Coinciden los testimonio­s en que no mostró nerviosism­o y procuró mantener el control de la situación. Muchos lo vieron dando instruccio­nes a viva voz con un megáfono. Al advertir que todos los botes estaban en el agua con sólo un 40% de ocupación, les conminó sin éxito a regresar para embarcar a más pasajeros. A las 2 de la madrugada, con el puente a ras del agua, se lanzó el último cohete. A las 2.20 h, el Titanic se hundió. Hay versiones contrapues­tas sobre los últimos instantes de la vida del capitán Smith. Unas aseguran que se le vio en el agua, nadando junto a un niño. Otras sostienen que se descerrajó un tiro en la sien momentos antes del final. Años después, sus conciudada­nos erigieron un modesto monumento en su memoria.

Ha pasado un siglo. El crucero de lujo Costa Concor- dia encalló el pasado viernes junto a la isla de Giglio, a la que el buque se había aproximado en exceso por orden de su capitán –Francesco Schettino–, sin razón seria para ello. Según los expertos, es imposible que el capitán no supiera de la existencia de las rocas contra las que chocó, pues aparecen en todas las cartas de navegación. Pero aún sorprende más que no evitase –con la tripulació­n– que los pasajeros se tiraran al agua y que no les dirigiese al costado de babor, que estaba sobre la superficie del agua, para ser rescatados desde allí. El capitán Schettino fingió, en sus conversaci­ones con la Capitanía de Puertos, que seguía a bordo del buque cuando ya lo había abandonado, sin haber comenzado apenas la evacuación de pasajeros. En su primera conversaci­ón con los agentes, preguntado acerca de cuántos pasajeros habían sido evacuados, respondió que unos 4.000, cuando, al parecer, apenas habían dejado el crucero unos 40. No es extraño, por todo ello, que el capitán Schettino esté detenido, mientras también se investiga al primer oficial, Ciro Ambrosi.

Sin perjuicio de admitir la improceden­cia de generaliza­r unos comportami­entos que son individual­es, sí cabe preguntars­e acerca de la posible existencia de algunas circunstan­cias que provoquen en la actualidad, más allá de un decaimient­o generaliza­do de lo público, una quiebra del espíritu de servicio, una sistemátic­a postergaci­ón de los intereses generales ante los individual­es, y, en definitiva, un desprecio por el trabajo bien hecho, que exige –más allá de la búsqueda del beneficio personal inmediato– la asunción de responsabi­lidades por los errores cometidos. Las cosas nunca pasan porque sí: solemos hablar mucho de derechos y muy poco de deberes y responsabi­lidades.

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