Un vicio pernicioso
Casi sin darnos cuenta, recibimos constantemente y desde la organización social, mensajes directos o subliminales sobre que cuántas más cosas tengamos, seremos mejor cualificados. Y tanto da lo que sea, casas, dineros, representaciones sociales, cargos, coches, ropas de marca, y un largo etcétera que pasaría por cuántos viajes, cuántas vacaciones, cuántos lujos. Tras todo ello, además de la incitación a un consumismo delirante, se halla la necesidad primaria de que los demás nos tengan en cuenta, algo muy infantil que responde a un primitivo instinto de supervivencia y que tal vez no haya madurado lo suficientemente como para ceñirse a la realidad en que se vive.
Y así nos encontramos con personas que tienen unos afanes de codicia inconmensurables, a unas acumulaciones de bienes muebles e inmuebles, a una carrera desenfrenada del más y más. Es desenfrenada porque la codicia es un pozo sin fondo, el que cae en sus garras no puede salir de ella más que por la fuerza de la ley. Parece incluso un contrasentido que el que ya tiene más que lo suficiente, es decir, una vida holgada, sin estrecheces, caiga en ese vicio del poderío sin fin. Es un vicio y es pernicioso, es decir, envenena todo lo que toca, y es más, es una medida inversamente proporcional a los afectos. Los afectos tienen que ver con la generosidad y, justo lo contrario, la codicia tiene que ver con la avaricia. El que mu- cho acumula, además de no tener nunca lo suficiente, se vuelve paranoico pensando en que lo puede perder, y desconfía de cualquier persona que se le acerque. Es ese un deporte que practican bastantes personas que se suponen serias y conscientes de su vida y que, en cambio, se hallan sujetos a sus bienes como un carcelero. Lo que ocurre es que cuando dichos bienes pasan de una medida racional –se entiende por racional lo que permite vivir sin estrecheces– esa acumulación paraliza el fluir de la persona. La vida es algo que fluye como el río, y si se estancan, las aguas se pudren. Lo mismo pasa con las personas que acumulan durante toda su vida, no dejan fluir lo más vital de ellas y se momifican mucho antes de morir porque la vida ya no las habita.