La Vanguardia

Poco ejemplar

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En Midnight in Paris, la película de Woody Allen, Gil viaja al París de los años veinte, convencido de que hubo una época mucho más hermosa que la que está viviendo en la actualidad: el tema es la nostalgia del pasado como época dorada y, a la vez, la crítica de esa nostalgia: se nos advierte que creer que el pasado fue mejor es un topicazo y una fantasía. Y hasta cierto punto estoy de acuerdo con esta última afirmación. Pero, oigan, veo el naufragio del Costa Concordia, lo comparo con el del Titanic y, qué quieren que les diga: no hay color. Y no es que el naufragio del Titanic fuera perfecto. Tuvo sus fallos.

Al igual que ha sucedido en el Costa Concordia, no tenían un plan de evacuación bien elaborado, también a los tripulante­s les costó bajar los botes salvavidas (que eran, además, insuficien­tes), pero al menos la evacuación del buque fue (clasismo aparte) un modelo de buena educación, serenidad, distinción y nobleza.

Al igual que ha sucedido en este naufragio, también el capitán del Titanic efectuó maniobras arriesgada­s cuyos motivos no se han dilucidado. Pero al menos no abandonó el barco como una rata de cloaca ni lloriqueó en una conversaci­ón delirante propia de un guión de Groucho Marx como la que tuvo Schettino con Capitanía.

Al igual que sucedió el pasado fin de semana, el Titanic desoyó las advertenci­as de la nave California­n acerca de los peligrosos hielos que le esperaban y puso en peligro la nave al avanzar a toda máquina, pero al menos no fue por empeñarse en la frivolidad de saludar de lejos a la mamma del maître.

El Titanic nos dejó noticia de una tripulació­n que se había comportado ejemplarme­nte (algo que en el Costa Concordia, según dicen, sólo hicieron los orientales), y hasta nos legó historias formidable­s, como la de Benjamin Guggenheim, que tras enviar un mensaje a su esposa y ayudar a algunas damas a subir a los botes, se vistió de etiqueta y se sentó a beber a la barra del bar con su secretario, dispuesto a morir como un caballero.

El Costa Concordia nos ha dejado historias como las que han contado dos turistas catalanes: un miembro de la tripulació­n, viéndolos con el chaleco salvavidas puesto, trató de usurpársel­o convencién­dolos de que no les serviría para nada. Hasta a la hora de hundirse las comparacio­nes son odiosas: el Titanic se hundió con absoluta solemnidad: se esfumó por completo en la negrura del océano mientras sonaba la música de la Wallace Hartley Band. El Costa Concordia ni siquiera ha sabido hundirse: se ha quedado a medias, como una morsa sebosa encallada en una bañera de la que no puede salir; para más inri, va y naufraga, no en las procelosas aguas heladas en medio del hielo del océano, no en medio de una épica y solitaria tormenta, sino a unos cuantos metros de la costa, rodeado de yates, veleros y chiringuit­os.

Todo es patético en el naufragio del Costa Concordia, tanto que, si no fuera por los muertos, casi mueve a risa. Visto lo visto, las declaracio­nes de algún supervivie­nte diciendo que “aquello era un caos, parecía el Titanic”, deberían ser revisadas. Cada época tiene el naufragio que se merece y a nosotros nos ha tocado este. Así que eso de que cualquier tiempo pasado fue mejor empieza a parecerme una gran verdad. Y aunque quienes la cuestionan argumenten que esto lo han pensado habitantes de todas las épocas, el argumento no me parece nada convincent­e: puede que todos y cada uno, en cada una de las épocas que se han ido sucediendo, hayan tenido muchísima razón en añorar la época anterior. Sólo así se explicaría (aunque vendrán más años malos que nos harán más ciegos) que ahora estemos en un escalón tan bajo. Sobre todo, en lo que a conducta poco ejemplar se refiere.

Al menos no fue por empeñarse en la frivolidad de saludar de lejos a la ‘mamma’ del maître

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