Crónicas de guerra (1)
Hace un par de años me regalaron En las trincheras, libro de Agustí Calvet que recoge una selección de las crónicas escritas por Gaziel desde diversos escenarios de la Guerra Europea, casi todas publicadas antes en cuatro libros. No lo leí entonces, pero cuando lo cogí –una tarde vacía cualquiera de las últimas Navidades– no pude dejarlo. Está indudablemente bien escrito: prosa lenta, descriptiva y precisa hasta la morosidad, con aquella punta de rigidez formal propia de algunos buenos escritores cuando escriben en una lengua que no es la suya. Pero lo sugestivo no es el estilo, sino el espíritu y el tono con el que están escritas las crónicas, que hace posible que puedan leerse hoy, casi cien años después, con tanto –aunque distinto– interés como cuando fueron escritas.
Calvet procedía de una familia de Sant Feliu de Guíxols enriquecida con el suro y que, liquidado el negocio, se trasladó a Barcelona. Bachillerato en los jesuitas; vocación literaria temprana, que le hace dejar los estudios de Derecho y seguir los de Filosofía; doctorado en Madrid, con una tesis sobre Anselm Turmeda, fraile de armas tomar; y opositor sin éxito a una cátedra de Historia de la Filosofía. El verano de 1914 estaba en París, ampliando estudios en la Sorbona. Allí le sorprendió la guerra con Alemania. Lletraferit como era, redactó aquellos días un diario personal que, a su regreso a Barcelona y gracias al impulso de Miquel dels Sants Oliver –director de La Vanguardia–, tradujo al castellano y publicó en este periódico. El éxito fue enorme y la consecuencia inevitable: corresponsal en París. A partir de ahí, redactor jefe en 1918, codirector –a la muerte de Oliver– en 1920, y director único en 1933, hasta que, en 1936, “tot va anar aigua avall”. De 1918 a 1936, Calvet ejerció desde La Vanguardia, sobre parte significativa de la sociedad catalana, una influencia sólo equiparable a la ejercida desde el Brusi, en su día, por Mañé i Flaquer. Tras la Guerra Civil, su mundo se desvaneció. Entró entonces “de manera franca” –en palabras de Pla– en la literatura catalana, “con una copiosa producción (…) extremadamente positiva y claramente remarcable”.
En su trayectoria se halla –a mi juicio– la explicación profunda del espíritu y el tono que informan las crónicas de Gaziel. Era un hombre con una formación extensa y rigurosa –lo que le permitía relativizar casi todo– y sin ninguna asignatura vital pendiente –lo que le inclinaba más a la comprensión crítica que a la descalificación interesada–. Calvet no fue ni un sectario ni un profeta. Se limitó a contar lo que veía, por supuesto que desde sus coordenadas ideológicas y sentimentales, sin que transpire en ningún momento una aversión cerril al adversario, y, por encima de todo, intentando mostrar la realidad en su conjunto con aquella piedad –sí, piedad– que inspira siempre lo humano, cuando se observa en sus manifestaciones extremas de confrontación por cualquier causa.
Es evidente que Calvet era francófilo. Es más: era un catalán afrancesado. Pero resulta curioso que –a veces– entrecomilla en sus crónicas la palabra “enemigo”, seguramente porque –por tantas razones– no podía ver a
Agustí Calvet cuenta con tanta verdad lo que ve que confiere a lo que escribe un valor universal y permanente
los alemanes como enemigos desde siempre y para siempre. Relativiza, relativiza en todo momento. Así, cuando escribe que “un exceso de ideología y una falta de fraternidad nos impulsan a considerar la tierra como un mapa aparcelado, y a poner en cada uno de sus compartimentos sendos letreros orgullosos o simplemente sonoros: Alemania, Francia, Inglaterra, Serbia, Bulgaria, Rusia, Turquía, etcétera”. La misma tierra que acoge a todos sin hacer distinciones: “Los campos oscuros se extendían –escribe– a ambos lados del camino, espaciosos y tristes, cubiertos de árboles negros. Innumerables túmulos de tierra fangosa indicaban las sepulturas anónimas de los soldados muertos en aquellos parajes”. Y añade: “Lo más conmovedor de este desapacible lugar, es que en él se encuentran amontonados en las tumbas, hombre contra hombre, confundiéndose en la misma podredumbre, los que se mataron mutuamente porque creyeron que nada podría juntarles jamás. (…) Y aquí están todos debajo de tierra, sin gorras, ni cascos, ni armas, ni capotes, ni rastro de las mil nimiedades que añadían a su común personalidad de hombres, engañosos emblemas de los fantasmas cambiantes que gobiernan el mundo”.
Así he visto –y admirado– estas crónicas de Gaziel. Hay en ellas más descripción que juicios y más comprensión que crítica, sin que ello le impida afirmar sus ideas y mostrar sus querencias. Cuenta con tanta verdad lo que ve que confiere a lo que escribe un valor universal y permanente, inmune al paso del tiempo. Gaziel no se presenta como un protagonista sino que se limita a dar testimonio de la vida ordinaria que contempla, con especial preferencia por la del ciudadano anónimo. Por eso es tan buen cronista. Por eso es tan difícil escribir una buena crónica.