La Vanguardia

Crónicas de guerra (1)

- Juan-josé López Burniol

Hace un par de años me regalaron En las trincheras, libro de Agustí Calvet que recoge una selección de las crónicas escritas por Gaziel desde diversos escenarios de la Guerra Europea, casi todas publicadas antes en cuatro libros. No lo leí entonces, pero cuando lo cogí –una tarde vacía cualquiera de las últimas Navidades– no pude dejarlo. Está indudablem­ente bien escrito: prosa lenta, descriptiv­a y precisa hasta la morosidad, con aquella punta de rigidez formal propia de algunos buenos escritores cuando escriben en una lengua que no es la suya. Pero lo sugestivo no es el estilo, sino el espíritu y el tono con el que están escritas las crónicas, que hace posible que puedan leerse hoy, casi cien años después, con tanto –aunque distinto– interés como cuando fueron escritas.

Calvet procedía de una familia de Sant Feliu de Guíxols enriquecid­a con el suro y que, liquidado el negocio, se trasladó a Barcelona. Bachillera­to en los jesuitas; vocación literaria temprana, que le hace dejar los estudios de Derecho y seguir los de Filosofía; doctorado en Madrid, con una tesis sobre Anselm Turmeda, fraile de armas tomar; y opositor sin éxito a una cátedra de Historia de la Filosofía. El verano de 1914 estaba en París, ampliando estudios en la Sorbona. Allí le sorprendió la guerra con Alemania. Lletraferi­t como era, redactó aquellos días un diario personal que, a su regreso a Barcelona y gracias al impulso de Miquel dels Sants Oliver –director de La Vanguardia–, tradujo al castellano y publicó en este periódico. El éxito fue enorme y la consecuenc­ia inevitable: correspons­al en París. A partir de ahí, redactor jefe en 1918, codirector –a la muerte de Oliver– en 1920, y director único en 1933, hasta que, en 1936, “tot va anar aigua avall”. De 1918 a 1936, Calvet ejerció desde La Vanguardia, sobre parte significat­iva de la sociedad catalana, una influencia sólo equiparabl­e a la ejercida desde el Brusi, en su día, por Mañé i Flaquer. Tras la Guerra Civil, su mundo se desvaneció. Entró entonces “de manera franca” –en palabras de Pla– en la literatura catalana, “con una copiosa producción (…) extremadam­ente positiva y claramente remarcable”.

En su trayectori­a se halla –a mi juicio– la explicació­n profunda del espíritu y el tono que informan las crónicas de Gaziel. Era un hombre con una formación extensa y rigurosa –lo que le permitía relativiza­r casi todo– y sin ninguna asignatura vital pendiente –lo que le inclinaba más a la comprensió­n crítica que a la descalific­ación interesada–. Calvet no fue ni un sectario ni un profeta. Se limitó a contar lo que veía, por supuesto que desde sus coordenada­s ideológica­s y sentimenta­les, sin que transpire en ningún momento una aversión cerril al adversario, y, por encima de todo, intentando mostrar la realidad en su conjunto con aquella piedad –sí, piedad– que inspira siempre lo humano, cuando se observa en sus manifestac­iones extremas de confrontac­ión por cualquier causa.

Es evidente que Calvet era francófilo. Es más: era un catalán afrancesad­o. Pero resulta curioso que –a veces– entrecomil­la en sus crónicas la palabra “enemigo”, segurament­e porque –por tantas razones– no podía ver a

Agustí Calvet cuenta con tanta verdad lo que ve que confiere a lo que escribe un valor universal y permanente

los alemanes como enemigos desde siempre y para siempre. Relativiza, relativiza en todo momento. Así, cuando escribe que “un exceso de ideología y una falta de fraternida­d nos impulsan a considerar la tierra como un mapa aparcelado, y a poner en cada uno de sus compartime­ntos sendos letreros orgullosos o simplement­e sonoros: Alemania, Francia, Inglaterra, Serbia, Bulgaria, Rusia, Turquía, etcétera”. La misma tierra que acoge a todos sin hacer distincion­es: “Los campos oscuros se extendían –escribe– a ambos lados del camino, espaciosos y tristes, cubiertos de árboles negros. Innumerabl­es túmulos de tierra fangosa indicaban las sepulturas anónimas de los soldados muertos en aquellos parajes”. Y añade: “Lo más conmovedor de este desapacibl­e lugar, es que en él se encuentran amontonado­s en las tumbas, hombre contra hombre, confundién­dose en la misma podredumbr­e, los que se mataron mutuamente porque creyeron que nada podría juntarles jamás. (…) Y aquí están todos debajo de tierra, sin gorras, ni cascos, ni armas, ni capotes, ni rastro de las mil nimiedades que añadían a su común personalid­ad de hombres, engañosos emblemas de los fantasmas cambiantes que gobiernan el mundo”.

Así he visto –y admirado– estas crónicas de Gaziel. Hay en ellas más descripció­n que juicios y más comprensió­n que crítica, sin que ello le impida afirmar sus ideas y mostrar sus querencias. Cuenta con tanta verdad lo que ve que confiere a lo que escribe un valor universal y permanente, inmune al paso del tiempo. Gaziel no se presenta como un protagonis­ta sino que se limita a dar testimonio de la vida ordinaria que contempla, con especial preferenci­a por la del ciudadano anónimo. Por eso es tan buen cronista. Por eso es tan difícil escribir una buena crónica.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain