La Vanguardia

Carlos Pujol

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Aquel curso a mediados de los setenta uno entraba en una de las aulas-seminario de Filosofía y Letras y se presentaba un hombre alto, enjuto, de voz grave y la inteligenc­ia de quien comprende y matiza sabiamente para dar sus lecciones sobre Proust con frases que aparecían construida­s previament­e, con la solidez de un lector de todo defendiend­o en el foro romano la resistenci­a contra los bárbaros. Tenía ese punto de fatiga en las espaldas con la que el intelectua­l auténtico asume su deber de buscar la verdad, que para él, Carlos Pujol, era sobre todo la literatura. De literatura lo sabía todo. Están sus ensayos, sobre Balzac, Saint-simon, los victoriano­s, la novela francesa, Voltaire, incluso una amena historia de la literatura universal. Entendía al hombre como incapaz de ser libre en un entorno distinto al que ofrece la familia como matriz de civilizaci­ón. De esta historia secreta de las naciones y de la belleza de soñar se nutrían sus novelas, sutiles en su considerac­ión del tiempo que se sobrepone a lo histórico y logra la pirueta de lo eterno, como fue su Roma, la Roma de una novela como La sombra del tiempo, la Roma del poema largo sobre Bernini. Fueron doce novelas de hierro, del París de Los días frágiles a La noche más lejana. Los poemas pasan por La pared amarilla y Versos de Suabia. Revela su envés en Tarea de escribir como escritor que en el equilibrio entre la nostalgia y la ironía fundó una noción de piedad.

Fue también un mentor infatigabl­e. Ayudó a un buen puñado de escritores que comenzaban, que agradecían o no sus consejos, los encargos profesiona­les que procuraba, el ejemplo de una vocación que era todo orgullo y para nada vanidad. Formar parte de uno de los jurados literarios en los que ejercía su ecuanimida­d con un punto delicioso de malicia era un festín del espíritu. Hay cosas inolvidabl­es. Pasaba de la tortilla preceptiva al cigarrillo imprescind­ible y, con una sonrisa que venía de muy lejos para perdonarlo todo, alentaba esa dialéctica que los más jóvenes confunden con el dominio de la razón. Su memoria se remontaba a la poesía de Ausonio o a oscuros episodios de la épica medieval, discurrien­do sobre Barrés o las memorias de Zorrilla, con un lugar especial para la leyenda de Sherlock Holmes. El mentor era a su vez mandarín de un mundo editorial que era su Planeta. El traductor iba de Chateaubri­and a Stevenson.

Tan sólo con la mitad de su obra narrativa o poética, no pocos se hubiesen creído con derecho vitalicio a una habitación con jacuzzi en el Parnaso, pero él seguía siendo Carlos Pujol y ahora, con su muerte, si es que hacía falta, nos damos cuenta de que eso era muchísimo. Un escritor casi secreto, un maestro, un portento de finesse. Y, por decirlo así, finesse oblige. Si cometió algún exceso, fue de integridad. Todos, se diría que sin excepción, fuimos algo ingratos con Carlos Pujol.

Con la mitad de su obra, no pocos pedirían habitación en el Parnaso

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